Nunca hay que subestimar la conexión del artista con su tierra. El propio Abbas Kiarostami —quizás el cineasta vivo más importante—confesó su tremenda inseguridad ante la necesidad de dejar de filmar en Irán: “no estoy seguro si un árbol crecido pueda trasladarse de lugar, así como así”. Y sin embargo, ahí lo tenemos. Intentando. Su última película, Like someone in love (2012), fue realizada en Japón.

El problema es que no todas las migraciones resultan: los años han dejado claro que la conversión a Hollywood de Alejandro González Iñarritu, Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón —los llamados “tres mosqueteros mexicanos”—no sólo impactó para bien y para mal en sus carreras sino que a la larga opacó la visibilidad cinematográfica de su país. México no volvió a producir otro Amores perros (2000), Y tu mamá también (2001) o El espinazo del diablo (2001) y habría salido casi totalmente de la conversación cinéfila si no hubiera sido por la aparición casi simultánea de Carlos Reygadas, quien tras el estreno de Japón (2002), su cinta debut, se convirtió casi por default en “el” cineasta mexicano, de una forma parecida a como ocurrió con Carlos Fuentes, hoy canonizado como el novelista por antonomasia de su nación.

La comparación no es muy descaminada: tal como Fuentes, Reygadas nació en una posición de privilegio y pasó gran parte de su infancia fuera de México, al cual volvió para estudiar leyes. Y vaya cómo se siente ese largo periplo en Post Tenebras Lux (2012), su cuarto largometraje y suerte de alucinada visión con tintes autobiográficos, por la que recibió un premio a Mejor Director en el Festival de Cannes. El cineasta dice que el filme le vino a la cabeza durante sus largas caminatas por las colinas que rodean su casa, en el estado de Morelos; y, de hecho, es en ese paisaje donde se ambientan los episodios que narran la vida de Juan, un tipo en sus cuarenta que, superado por el ritmo del DF, lleva a su esposa y sus dos hijos (encarnados por los propios hijos del director) a vivir fuera, construyendo una gran casa en medio de campos y ranchos, en medio de un pueblo que lo considera un “güero”, un privilegiado. Un extranjero, casi.

Pero esa es la forma ordenada de armar esta historia. Con Reygadas -tal como con Fuentes- la cosa nunca es tan fácil. Post Tenebras Lux está organizada como una serie de cuadros surrealistas, algunos de los cuales transcurren en la casa de Morelos, otros en Inglaterra (en el colegio de Reygadas) y en Francia (donde ejerció como abogado), todos conducidos por un impulso que obedece menos a la lógica narrativa que a la corriente de una conciencia que se debate entre el deseo de permanecer y el de escapar. Que Juan lo pasa bien en sus tierras, no hay duda: es ahí donde su brutalidad y machismo corren libres, al lado del amor por sus hijos y de la responsabilidad que siente hacia sus empleados; pero la película nunca se deshace de la atmósfera de extrañeza que flota en derredor, el filtro a través del cual Juan interpreta lo que ve, pero que al mismo tiempo lo separa de todas las cosas. Y literalmente: porque Reygadas filmó muchas escenas con un viejo filtro circular que enmascara el plano, creando en sus bordes la leve sensación de estar viendo doble. Dos realidades paralelas que casi calzan, pero nunca se intersectan.

La película misma acaba por confirmar esa impresión en las escenas donde Juan no está presente —una fiesta ranchera, un complot familiar planeado al pie de un árbol, un británico (y violento) partido de rugby escolar, la tala de un árbol en el bosque, una niña corriendo por la pradera—; Reygadas las filma con total intensidad, como si la vida (su vida) se le estuviera yendo en cada imagen; consciente de que es su alter ego el que funciona como tejido conectivo entre esos mundos tan opuestos, y que ese lazo —tan fuerte, tan frágil— podría cortarse en un tris. Así de rápido. Así de fácil.