Por alguna razón la semana pasada estaba en París. Y una de esas mañanas tan parisinas, bajo un cielo color panza de burro, me encontré en la Fondation Henri Cartier-Bresson viendo la exposición que dicha fundación le dedica a Sergio Larraín. Era curioso ver imágenes de Santiago y de Valparaíso de los años sesenta en el París de los dos mil... Uno se pregunta: ¿Habrá cambiado realmente Chile? Y no vamos a discutir, por favor, del aumento del nivel de vida, de las cifras “macro” y “micro”, de lo bien que lo estamos haciendo. La pregunta es de fondo: ¿Somos sustancialmente diferentes de esos hombres y mujeres que atraviesan frente al lente de Larraín? Nuestros niños pobres de hoy, ¿son “tan” diferentes a los niños del Mapocho que el fotógrafo captó en toda su miseria, pero también en toda su humanidad? No estoy hablando de si Chile ha cambiado o no, estoy hablando del talento de ese fotógrafo que logra captar tan sutilmente las formas —hombres, mujeres, interiores, paisajes, niños— que la primera reflexión que uno se hace al ver sus fotos es: esto es Chile. O mejor dicho, si existiese algo así como “lo eterno chileno”, sería algo parecido a una fotografía de Sergio Larraín.
Estaba, pues, en París, frente al Chile de mi infancia. Y esas imágenes suscitaron un recuerdo. Cuando niño acostumbraba a pasear en bicicleta por mi barrio, en la vieja Ñuñoa. Y allí, a unos doscientos metros de la mía, había una casa antigua, de fachada continua. Las ventanas daban directamente a la calle y a menudo estaban abiertas. Siempre pasaba en bicicleta frente a esas ventanas tras las cuales se veía una gran biblioteca. Y más de alguna vez vi al dueño de casa, un señor calvo, algo gordo conversando con otro señor, igualmente calvo y entrado en carnes. Después supe que ese señor —mi vecino— era Volodia Teitelboim y el amigo que lo visitaba era Pablo Neruda. Creo que nunca he estado tan cerca del mito como cuando niño, pasando bajo las ventanas de Volodia.
Pero la semana pasada, en esa exposición, me encontré con Roberto Brodsky, Felipe Tupper, Ignacio Echevarría y sus hijas. Juntos partimos al cementerio de Montparnasse, que está muy cerca. Era una clásica peregrinación fúnebre-literaria, en busca de ciertas tumbas, justamente, míticas: la de Cortázar, la de Vallejo, las de Sartre y Beauvoir. No encontramos nunca la de Cortázar, ni mucho menos la de Vallejo, tumba que yo vengo buscando desde hace unos veinte años sin éxito hasta ahora, al punto que me pregunto: ¿Está Vallejo realmente enterrado en Montparnasse? La que sí encontramos y en el lugar más destacado de ese cementerio de celebridades fue la de Carlos Fuentes. Situada en primera fila, en el cruce de las dos avenidas principales del cementerio, no hay manera de que pase inadvertida. Allí están enterrados sus dos hijos y está escrito el nombre de su mujer —aún en vida— y el de él. Es un mausoleo familiar. Lo curioso es que los restos de Carlos Fuentes no están en esa tumba. La tumba de Carlos Fuentes está vacía de Carlos Fuentes y es presumible que lo siga estando, pues el gobierno mexicano se niega a dejar emigrar sus restos a París. Carlos Fuentes está enterrado en México, pero tiene su “última morada” en París, como corresponde a un escritor de su rango.
Dije que por alguna razón la semana pasada estaba en París. Esa razón, entre otras, era un encuentro en torno a la obra (y a la vida) de Roberto Bolaño. Un encuentro más, dirán ustedes. Puede ser. Lo que no le quita mérito, porque por una vez críticos, universitarios y escritores franceses e hispanoamericanos reconocían otro tipo de centralidad: la del escritor marginal, errante, que se dedica diríamos a recolectar aquí y allá los signos de una identidad huidiza, fragmentaria, imposible. Bolaño es el escritor que se construye en las antípodas del modelo del “escritor nacional”, cuyos últimos avatares entre nosotros fueron los “grandes elefantes” del llamado Boom. Bolaño es, pues, el anti Neruda, pero también el anti Carlos Fuentes, escritores nacionales de Chile y México, que fueron, con Cataluña, sus países.
Las tumbas dicen mucho: la de Bolaño es el mar de Blanes; Fuentes tiene dos: una en el DF y otra, la sucursal, en el centro de París.