En medio de una celebración evangélica —y ajizada, sin duda, por la competencia— Evelyn Matthei formuló un principio:
Yo me comprometo, aseveró, a seguir en nuestro futuro gobierno —y si Dios quiere que yo ahí llegue— a que no se hará nada que vaya en contra de lo que la Biblia señala.
Textual.
Entonces, si Dios la escucha, las medidas que adoptará están escritas.
No se admitiría nunca más el tatuaje ni el piercing (Levítico 19:28, Dios dijo: “No se hagan heridas en el cuerpo por causa de los muertos ni tatuajes en la piel”); quedarían proscritos los asados de cerdo y todos los objetos confeccionados con su piel (en Levítico, 11:6-8, se advierte que tocar la piel de un cerdo muerto convierte a la persona en impura); estará prohibido maldecir y blasfemar (bajo pena de muerte que es lo prescrito en Lev 24:10-16); la homosexualidad estaría, por supuesto, proscrita (se trata de una abominación, según se dispone en los versículos 18:22 de Levítico); la adoración de cosas distintas al único Dios deberá también castigarse (por tanto, amados míos, huid de la idolatría, se lee en 1 Corintios 10:14); el lucro habrá que abolirlo y la competencia deberá orientarse por anhelos distintos al de ganar dinero (porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición, se lee en 1 Timoteo, 6,9); habrá que desincentivar la vida sexual (y para los que no sean capaces de abstenerse, incentivar el matrimonio según aconseja Pablo en 1 Corintios 7:1-5).
Las políticas públicas, hasta ahora guiadas por la economía neoclásica y el principio de Pareto, deberían orientarse por teólogos a los que, para que Matthei sea fiel a la palabra que acaba de empeñar, deberá encargárseles verifiquen, en cada caso, que las medidas que incrementan la eficiencia o el bienestar, no lo hagan, sin embargo, a riesgo de atropellar algunas de las cosas que señala la Biblia.
¿Exageración?; sí, por supuesto; pero no muy distinta a aquella en la que se ha incurrido al criticar las orientaciones del programa de Michelle Bachelet.
Lucía Santa Cruz, por ejemplo, cuya inteligencia y racionalidad está fuera de dudas, dijo, sin embargo, que el programa de Bachelet perseguía:
“La reconstrucción de la sociedad, el sistema político y económico a partir de una idea rectora única —característica principal de los totalitarismos—, en aras de la cual se sacrifican todas las otras aspiraciones legítimas existentes en una sociedad diversa y plural”.
Es verdad, como afirma la profesora Santa Cruz, que esa conclusión se deriva de algunas frases del programa de Bachelet y también es cierto que la diputada electa Karol Cariola dijo que el programa de Bachelet era el primer escalón en la construcción del socialismo en Chile; pero sostener que, en consecuencia, eso es lo que el gobierno de Bachelet pretende (olvidando la pluralidad de fuerzas que la apoyan y el carácter más bien socialdemócrata que predomina en la izquierda) es tan exagerado como afirmar que Matthei quiere gobernar esgrimiendo la Biblia.
Entonces, ni lo uno ni lo otro.
Ni Matthei es una fundamentalista dispuesta a consultar la Biblia a la hora de gobernar, ni Bachelet alguien en quien anide una semilla totalitaria que la llevará a sacrificar todo a una sola idea.
Y ello no obstante que Matthei prometió no hacer nada en contra de lo que la Biblia señala y Bachelet insistió en que hay que construir un nuevo ciclo histórico sobre la base de la igualdad.
Es verdad —como observó Lucía Santa Cruz— que todas las ideas poseen consecuencias y que si se deja florecer a las que son erróneas, las consecuencias son de lamentar. Pero no es el caso ni de Bachelet ni de Matthei, cuyas frases no son ideas. Son simples ocurrencias proclamadas en el inevitable afán electoral de estar bien con Dios y con el diablo.
Así, entonces, no habrá ni sueño socialista, ni pesadilla bíblica.