El frenesí que se produjo en el comando de Evelyn Matthei por haber logrado pasar a segunda vuelta lo dice todo. Después de estar en el gobierno por cuatro años, ahora se contenta con poco. A Matthei le pesó que la derecha se volcara en masa a defender sus posiciones en el Congreso antes que a ganar la presidencial. Pero en esta tampoco le fue bien, frente a una Nueva Mayoría que obtuvo 11 doblajes en diputados y 2 en senadores.
Los resultados del domingo revelan dos fenómenos: que la ciudadanía quiere cambios de fondo, tanto en el orden económico como político, y que prefiere que estos se realicen en forma gradual, buscando acuerdos al interior de las instituciones y no rompiendo con ellas, pero que se realicen. En otras palabras, es el triunfo sobre el inmovilismo y el fatalismo, de una parte, y sobre el maximalismo y el desborde antiinstitucional, de la otra. Los analistas coinciden en que esto será ratificado con creces en la segunda vuelta.
Los candidatos de la Nueva Mayoría hicieron suyas las promesas de Bachelet: las reformas educacional, constitucional y tributaria. No obtuvo, sin embargo, los doblajes suficientes para aprobar esos cambios sin contar con votos de la oposición. Con el binominal esto era prácticamente imposible, como se viene de confirmar. La Constitución contempla además sobre-mayorías para la aprobación de varias de esas reformas. Estas, más el binominal, dan como resultado un doble subsidio a la minoría.
La campaña parlamentaria de la UDI apeló a una consigna que puede ser explosiva para la democracia: atrincherarse en el Congreso para bloquear desde ahí el programa de Michelle Bachelet y de la Nueva Mayoría, las fuerzas que triunfaron el domingo. Esto puede dar lugar a una peligrosa polarización entre una mayoría favorable a los cambios por la vía institucional, y una minoría que llama a bloquearlos atrincherándose en los dos aspectos más cuestionados del orden constitucional actual: la sobrerrepresentación que le otorga el binominal, y las sobre-mayorías, que le otorgan un poder de veto sin paralelo en una democracia normal.
La aplicación de las reformas por las que votó la mayoría de los chilenos el domingo va a depender en gran medida de la conducta futura de la minoría, vale decir, de las fuerzas que hoy están en el gobierno. Si la derecha mantiene sus dichos y se aboca a frustrar los deseos de cambio que ha expresado el electorado e imponer el inmovilismo, se acentuará el divorcio entre las instituciones y la sociedad. La poca legitimidad de que goza nuestro sistema político —como se observó en la baja participación del domingo— se vería gravemente deteriorada. Si la futura oposición no lo asume, daría la razón a quienes postulan que el único camino para hacer cambios verdaderos es la vía no institucional, y estaría tirando por la borda todo lo mucho que la derecha ha avanzado en volverse un actor capaz de competir mano a mano por la mayoría para alcanzar el gobierno.
Si la derecha adopta una postura intransigente —tal como lo anunció en la campaña y como lo hizo en sus peores años—, puede darse una paradoja: que en aras de la defensa de la institucionalidad, ella estaría desfondando la fe que la ciudadanía aún deposita en el cambio institucional, y legitimando las voces que propugnan la ruptura. El panorama sería distinto si asume lo que es obvio: que la razón de ser de las instituciones políticas no es defenderse de las mayorías, sino canalizar sus anhelos, que en el caso del Chile actual es el cambio. Reforma o revolución: un viejo dilema que vuelve a tomar actualidad.