Esta es una película salida de las bodegas de la crueldad del cine austríaco, unos depósitos que parecen estar provistos con abundancia. Es, según se ha anunciado, la primera parte de una trilogía sobre el turismo moderno que, además del amor, contemplará luego la fe y la esperanza, tres motivos que sacan al turismo de la esfera del conocimiento y lo ponen en la del sentimiento.
La protagonista de la búsqueda del amor en esta primera entrega es Teresa (Margarete Tiesel), una mujer de más de 50, con exceso de peso, exceso de palidez y exceso de soledad, que vive con una hija adolescente y unos re¬cursos que no parecen abundantes, aunque sí pueden serlo en África. Teresa decide tomar unas vacaciones a solas en Kenya.
Allí la reciben un resort bien equipado, unos empleados siempre ansiosos de propinas, unos guías que le enseñarán las únicas palabras africanas que podrá aprender en su vida (“jambo”, “hakuna matata”) y, sobre todo, otras mujeres como ella –alemanas, austríacas, europeas blancas–, que andan en búsqueda de sexo con los jóvenes africanos que se ofrecen en las playas y en las calles.
Teresa quiere algo más, una forma vicaria del amor, que alguno de estos jóvenes no parezca de alquiler, que la mire a los ojos y la trate con suavidad, que atempere la soledad que la persigue en sus años maduros, y por eso rechaza al primero de los aspirantes, demasiado impetuoso y demasiado brusco. Con el segundo, Munga (Peter Kazunga), se toma el tiempo de entrenarlo en lo que quiere, en una secuencia agobiante de humillación y deseo situada justo antes de la mitad del metraje.
Ulrich Seidl filma así. Largos planos fijos con los que crea distancia y derrota, jamás empatía. Por supuesto, en el cénit de su romance pretendido, Munga comienza a pedir dinero, siempre con el pretexto de una hermana, un sobrino, un niño enfermo. La dimensión política de la película toma cuerpo aquí: la Europa opulenta contra el África deprivada, los blancos ricos y los negros pobres, las estratagemas de la miseria contra las necesidades de los pudientes.
Pero esto parece solo la carcaza ideológica de una película cuyo eje moral es la crueldad. Es imposible solidarizar con Teresa, y menos con su figura estragada continuamente exhibida en desnudez, salvo en la forma en que se observan los insectarios: con miedo o con lástima.
Seidl pertenece al tipo de cineastas de la crueldad que cree que el cine –o el arte– carece de límites morales humanos; que participa de una ética metafísica superior a la existencia, es decir, de un integrismo disimulado, con ciertos bordes religiosos de los que suele renegar; y que, si existen tales límites, hay que correrlos una y otra vez, aunque sea a costa de una cincuentona triste, gorda y solitaria.
La crueldad es crueldad en cualquier parte, en la vida o en el cine.
Paradies: Liebe. Dirección: Ulrich Seidl. Con: Margarete Tiesel, Peter Kazungu, Inge Maux, Gabriel Mwarua, Carlos Mkutano. 120 minutos.