El historiador Tony Judt, en sus conversaciones con Timothy Snyder en los meses previos a su muerte, dice lo siguiente: “Lo que le faltaba al pensamiento de izquierda y del centro en la época de entreguerras era algún tipo de reconocimiento de la posibilidad del mal como un elemento limitador, y mucho menos dominador, de las cuestiones públicas”. Bueno, con el golpe militar de 1973 los que entonces éramos jóvenes militantes de izquierda conocimos en carne propia “la posibilidad del mal”. Nunca más volvimos a ver al mundo como una página en blanco. Nunca más nos sacamos el miedo de la piel: no a los demás, sino el miedo a nosotros mismos; al terror que podíamos engendrar si no aprendíamos a controlar nuestras pulsiones. Nunca más nos pudimos sustraer —como expurgando una culpa— del temor a la regresión y al caos, ni de la obsesión casi adictiva por el orden.
Pero la “posibilidad del mal” no la descubrimos solamente en el golpe y la represión que le siguió. A este se sumaría después el desengaño con el marxismo y el socialismo “realmente existente”, que nos condujo a perder la fe en esa “religión secular” —como la llama el propio Judt— que hasta entonces había sido la fuente de nuestras certezas.
Nos sentíamos oprimidos por el discurso determinista y economicista de los “chicago-gremialistas”; pero nos dábamos cuenta de que no lo podíamos combatir invocando el mismo paradigma pero en sentido opuesto, como lo ofrecía el marxismo.
Las coincidencias eran excesivamente chocantes como para pasarlas por alto. La misma convicción de que la economía determina todos los ór-?denes de la vida social, la misma se-?guridad en la ciencia como faro ilu-?minador, la misma fe incombustible en la razón como factor emancipador. La misma esperanza en “la destrucción creativa”, la cual asume —como dice Judt— que las revoluciones y ?sus sufrimientos “son el precio necesario y en todo caso inevitable que pagamos por un futuro mejor”. La misma justificación de “los crímenes presentes en función de unas ganancias futuras”, basadas en la “inverificable hipótesis” de un futuro mejor.
Seguíamos de cerca la experiencia de Checoslovaquia, Hungría y, sobre todo, Polonia, donde emergía Solidaridad y la figura de Lech Walêsa. Nos sentíamos identificados con los marxistas disidentes. Sentíamos como propios sus reclamos contra la subordinación de la persona a los fines económicos y sus alegatos en favor del respeto a las dimensiones irracionales del individuo. Nos llamaba la atención también su reconocimiento del mercado como mecanismo que amplía el margen de libertad.
Vislumbrábamos un misterioso nexo entre aquellas y los temas que ocupaban a los pensadores disidentes del este de Europa. Decidimos entonces tomarnos en serio las ideas neoliberales; no desecharlas por el mero hecho de estar asociadas a la dictadura. Pensábamos que la oposición al régimen de Pinochet no debía atacar su talante económico liberal, sino su negación de la soberanía popular y la democracia. Había que combatirlo por dictador, no por libertario; por acosar a la población con un Estado omnipotente y omnipresente, no por dejarla al arbitrio del mercado; en otras palabras, por la DINA y Dinacos, no por la baja de los aranceles. Y lo que había que proponer al país no era un retorno al orden político-económico que había colapsado en 1973, sino un proyecto que aprendiera de esa experiencia, así como de la suerte del socialismo real.
Paradójicamente, la porfiada negación del pasado conduce a su mitificación. Es lo que estamos viendo en Chile. Lo prueba la extendida idealización del Estado, rebautizado ahora como “lo público”. No está de más, en este contexto, volver a recordar la “posibilidad del mal”.