Matthei hizo algo inédito en la historia electoral chilena. Es la primera vez que un competidor (candidata, en este caso) acusa directamente a un rival de violar la ley y estar moralmente inhabilitado para el cargo al que aspira.
¿Tenía derecho a hacer eso?
A primera vista no.
Parisi no ha sido condenado por ningún juez ni formalizado por fiscalía alguna. Mientras ello no ocurra —podría sostener—, el resto de los ciudadanos, y para qué decir sus competidores, debieran omitir sus reproches. Una regla básica del Estado de Derecho —podría argüir Parisi— es la presunción de inocencia. Si se aceptan imputaciones amparadas en simples demandas o meras denuncias, la honra de los candidatos estaría en peligro. ¿Quién querría, entonces, dedicarse a la política? ¿Acaso la democracia no es una lucha de ideas, de entusiasmos por el futuro? Y si es así, ¿por qué tolerar que se transforme en una lluvia de acusaciones cuyo único fundamento son demandas que los tribunales ni siquiera han empezado a conocer?
Esos argumentos suenan bien; pero son incorrectos.
Desde luego, la democracia de masas (como predijo Max Weber) es muy distinta a una competencia por programas ideológicos, propuestas de políticas públicas o sistemas de ideas. En vez de eso, agregó Weber, la democracia tiende a reducirse a un evento plebiscitario entre liderazgos carismáticos. Schumpeter dijo algo parecido: en la democracia la gente no escoge programas, sino qué élite la dominará.
Si lo anterior es así (y desgraciadamente lo es), entonces las virtudes de quienes compiten pasan a ser muy importantes. Allí donde las ideas desaparecen, la biografía, las virtudes, los defectos y los tropiezos pasan a ocupar el centro de la escena.
Es lo que acaba de ocurrirle a Parisi.
Si él tuviera una ideología o cualquier cosa que lo trascendiera, la situación sería distinta. Pero Parisi es…Parisi: nada más que una personalidad, alguien que exhibe, como único activo, sus supuestas virtudes. Mostrarle al público que carece de ellas (que es lo que hizo Matthei) parece, más que un atentado al fair play de la política, el cumplimiento de un deber cívico.
Y la honra —podría argüirse—, ¿dónde queda entonces? ¿Acaso el político se despoja de ella cuando ingresa a la arena electoral?
Quien se dedica a la política consiente en rebajar el umbral de protección de su privacidad, e incluso de su honra.
Mientras los ciudadanos de a pie tienen derecho a decidir qué cara mostrarán al mundo (el gay puede mostrarse heterosexual, el consumidor de drogas sobrio, etcétera, sin que nadie tenga derecho a desenmascararlo), el político está obligado a mostrar una cierta coherencia entre sus actos privados y el contenido de su oferta: quien proclama su eficiencia no puede exhibir despilfarro; quien se dice honrado no puede acarrear desfalcos; quien posa de marido ejemplar no puede ser infiel; quien promueve la libertad de orientación sexual no debe ocultar la suya, y así. No hay peligro —como a veces se teme— de dar patente de corso al fisgoneo y la invasión de la privacidad, porque el límite lo fija el propio candidato con su discurso. Es la oferta con que seduce al electorado la que fija qué cosas quedan expuestas al escrutinio y cuáles no.
Así, entonces, Matthei hizo lo correcto al acusar a Parisi.
Hizo lo que a la prensa no se le había ocurrido: iluminar todos sus intersticios y ver si su trayectoria estaba a la altura de lo que promete.
Hay, sin embargo, un detalle: al hacerlo, consintió que la prensa y los otros candidatos hagan con ella lo mismo. Así, el Piñeragate y el caso drogas florecen.
Y es que la regla más vieja de la competencia política es la reciprocidad. Una vez que un candidato pone una luz desfavorable sobre la conducta personal de un competidor, los otros y la prensa están autorizados a hacer lo mismo. La trayectoria de Matthei importa al electorado lo mismo que la de Parisi; y la de Enríquez-Ominami lo mismo que la de Bachelet.
Si esa regla se hubiera ejercitado antes —si lo que pudiera llamarse el estándar Parisi hubiera tenido vigencia—, hoy no habría nueve candidatos.