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Editorial
Sábado 26 de octubre de 2013
¿El Estado de Derecho amagado?
Para que el debate constitucional sea real y no un artilugio demagógico, debe centrarse en razones de fondo y no en el mecanismo para violar el procedimiento de reforma previsto en la Constitución...
El Estado de Derecho es más que un conjunto de reglas obligatorias para todos. Para realizarse efectivamente, requiere personas convencidas de que las normas de convivencia social plasmadas en la Constitución y las leyes son vinculantes en su racionalidad —es decir, de que el derecho solo puede ser sustituido mediante derecho—. Todas las reglas humanas son imperfectas en su formulación y, con frecuencia, imprecisas en su contenido. Muchas de ellas tienen una historia controversial y se explican precisamente a partir de un determinado contexto. La imperfección de una norma o la modificación del contexto, que rara vez se da de modo abrupto, no justifican denuncias vociferantes de ilegitimidad ni, menos aún, la sustitución arbitraria de las normas vigentes por los dictados de lo que una persona y su grupo de referencia, contra la norma, consideren más adecuado.
Donde no hay respeto por el derecho vigente, aunque sea imperfecto, no hay Estado de Derecho. Por eso, una forma antigua pero eficaz de destruir el Estado de Derecho consiste en promover la idea de que el orden jurídico es radicalmente ilegítimo o tramposo, pues así se justifica que se haga trampa en su interpretación y aplicación. La obligación de respetar las normas vigentes se fundamenta al menos en parte en el derecho que todos los ciudadanos tienen a instar eficazmente por la modificación de esas normas. Este derecho se sintetiza, aunque no se agota, en el conjunto de derechos políticos del ciudadano.
Por eso es imprescindible dar un cauce a la insatisfacción constitucional de una parte de la élite, que ve en la Constitución de 1980/2005 un obstáculo a la capacidad del ciudadano para expresar jurídicamente los consensos que habría alcanzado una supuesta mayoría nueva. Es un hecho que la Constitución vigente establece exigencias elevadas para la modificación de sus normas, y es razonable que sea así.
Si esas reglas fundamentales de convivencia han sido la base del proceso político, económico y social que ha llevado a Chile a un desarrollo completamente inédito en su historia y, como fenómeno integral, lo han puesto muy por encima de los demás países de la región, ¿tiene sentido que la inquietud de los representantes de un sector político o, incluso, de una mayoría más o menos circunstancial, tenga la facultad de sustituirlas una y otra vez? ¿Es razonable que esas reglas y acuerdos, confirmados y renovados en 2005, queden a merced de la competencia retórica de campañas y alianzas electorales más o menos efímeras? ¿Quedarán esos acuerdos y reglas entregados a una discusión del nivel que se presenció en el debate de candidatos?
La Constitución actual no prohíbe su reforma, sino que exige un consenso amplio para realizarla. Propugnar una asamblea constituyente o un mecanismo análogo a través de resquicios —es decir, al margen de la Constitución— equivale a convertir el debate constitucional en un asunto de mayorías circunstanciales y cambiantes. En vez de convencer con sus razones a un sector más amplio de la ciudadanía, sus promotores quieren que baste persuadir a unos pocos.
El movimiento “Marca tu voto AC” es un claro ejemplo de esta lógica del resquicio legal y del uso instrumental del orden jurídico. Las preferencias que un voto puede expresar se encuentran formalizadas, definidas legalmente y corresponden a las candidaturas válidamente constituidas; a ellas se suman los votos blancos y los nulos. Según la ley, ni el Servicio Electoral ni persona o grupo alguno puede arrogarse la facultad de interpretar y contabilizar preferencias que no correspondan a las anteriores. Esto no se debe solo a la obvia razón de que, en caso contrario, cualquier empresa o agrupación podría utilizar las elecciones para identificar preferencias de toda índole, obtener información de los vecinos, realizar campañas publicitarias, etcétera, sino sobre todo a que, según la ley, cualquier expresión distinta de las reconocidas en la legislación carece de todo significado y, por lo tanto, no es interpretable. Postular lo contrario es torcer la nariz del sistema e instrumentalizarlo para los propios fines.
Para que el debate constitucional sea real y no un artilugio demagógico, debe centrarse en razones de fondo y no en el mecanismo para violar el procedimiento de reforma previsto en la Constitución. Solo así, en un debate de ideas, será posible alcanzar consenso sobre el contenido de una eventual reforma.
Sin embargo hasta ahora, y salvo lo que se refiere al sistema electoral, a los quórums especiales y a ciertas aspiraciones o cosmovisiones que se busca satisfacer mediante declaraciones generales y programáticas, tanto el debate como el consenso brillan por su ausencia. Tal vez por eso mismo, los voceros de la insatisfacción se han concentrado en los procedimientos y, en cambio, han eludido los aspectos de fondo.
La vigencia del Estado de Derecho supone certeza jurídica. Esta certeza se encuentra hoy severamente disminuida, entre otras, en materias medioambientales y, de un modo particular, en el desarrollo de proyectos de generación de energía, como lo vimos otra vez este viernes. Posiblemente a partir del negativo precedente de “Barrancones”, el país ha asistido a una inédita desestabilización de las bases necesarias para desarrollar proyectos de vasto alcance. El fenómeno de la politización de los grandes proyectos de inversión es común a muchos países, pero Chile debe encontrar la forma jurídica de resolver los problemas que plantea si quiere aspirar a cierto nivel de desarrollo sin costos prohibitivos de la energía. Para eso es indispensable clarificar, entre otros aspectos, el rol del recurso de protección en la institucionalidad ambiental.
Una clarificación semejante requieren también con urgencia los límites del creciente poder que están adquiriendo los organismos sectoriales autónomos o dependientes del Ejecutivo para fiscalizar e imponer sanciones.
Estas últimas se han convertido, paulatinamente, en un verdadero “derecho penal informal”. Chile carece de un derecho armónico y coherente en cuanto a las atribuciones de fiscalización y sanción, y los tribunales oscilan entre dar la espalda a estos conflictos, apoyando acríticamente a la administración, o resolver en el vacío de principios demasiado generales y manipulables según el termómetro de la opinión pública.
La materialización del derecho, esto es, la multiplicación de las normas con el objetivo de que la regulación configure efectivamente la vida de una sociedad cada vez más compleja, conduce paradójicamente a dotar a los entes fiscalizadores de amplísimas facultades que luego se llenan discrecionalmente