Es ilustrativo lo que sucede en Alemania. Angela Merkel obtuvo en las elecciones recientes un triunfo resonante. Desde que estalló la crisis en 2008, es primera vez que el electorado europeo confirma a un gobernante. No obstante, ella no cuenta con la mayoría suficiente para constituir gobierno. En la elección pasada sus aliados anteriores, los liberales, se desfondaron. Solo le queda echar mano a una alianza con los socialdemócratas o los verdes. Ambos son renuentes, pues saben que si a la asociación le va bien, los méritos se los llevará la Canciller, y si le va mal, ella dejará caer la responsabilidad sobre la falta de cooperación de sus aliados. Sin embargo, todo indica que no podrían negarse, en especial los socialdemócratas, que es hacia donde se dirigen los astutos ojos de Merkel. Los alemanes desean contar con gobiernos fuertes y estables, y esto supone disponer del soporte de lo que llaman una "gran coalición". Por eso mismo, no perdonarían a los socialdemócratas si se dejaran llevar por la intransigencia, y serían aún más castigados en una próxima elección.
¿De dónde viene esa propensión alemana a contar con gobiernos sólidos de amplio apoyo? Los entendidos coinciden en que viene del trauma que dejó la llamada República de Weimar, surgida después de la derrota en la Primera Guerra Mundial, con la promulgación en 1919 de una nueva Constitución. En esta se alojaron grandes ilusiones. Su finalidad era sustituir el orden aristocrático por una sociedad libre y tolerante, lo que por un corto período pareció alcanzarse. Prueba de ello es que el centro cultural de Europa se trasladó desde París a Berlín. Pero rápidamente surgieron signos alarmantes: extrema polarización ideológica, violencia política, hiperinflación, gobiernos inestables, malestar de la población y brotes xenófobos cada vez más extendidos. Todo esto desembocó en el ascenso de Hitler al poder en 1933, quien restituyó la unidad del pueblo alemán apelando al antisemitismo y a la guerra.
EE.UU., como se confirma en estos días, no ha tenido o ya exorcizó ese tipo de traumas. De ahí que hoy se despeñe con frivolidad en una pendiente de polarización política agitada por una pequeña minoría extremista que lo vuelve cada vez más ingobernable. Frente a un panorama como este, es digna de admiración la actitud de los alemanes, que no olvidan el mal que pueden hacerse ellos mismos y a la humanidad, y que los conduce a penalizar el extremismo, la división y la confrontación.
A los analistas europeos -y a muchos locales- les cuesta aceptar que los chilenos hayamos aceptado de buena gana, desde 1990 en adelante, a conglomerados políticos y gobernantes que han promovido la unidad por sobre la confrontación. Se preguntan por qué persiste una actitud tan apocada y dócil, tributaria hasta hoy de los traumas que dejara el proceso que condujo al golpe y a la dictadura militar. Lo curioso es que no se pregunten lo mismo ni muestren la misma impaciencia ante los alemanes. Se extrañan porque los chilenos aún actuamos marcados por lo que sucedió hace 40 años, pero no porque los alemanes lo hagan por lo que ocurrió ¡hace 90! Piensan, quizás, que la memoria y la culpa son un patrimonio alemán.
Pero no solo los alemanes tienen derecho a actuar y mirar el futuro teniendo presente los traumas de su pasado. No solamente ellos tienen derecho a ser prudentes, y ser comprendidos por ello en el mundo entero. Si el recuerdo de Weimar lleva a los alemanes a buscar una "gran coalición" que los gobierne, a los chilenos nos empuja la memoria del golpe militar y a lo que este condujo. Somos pueblos que cuidamos nuestro patrimonio.