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Editorial
Domingo 13 de octubre de 2013
Pobreza del debate público
Los candidatos hablan como si Chile hubiese resuelto ya todos sus problemas de riqueza, excepto el de su injusta distribución, por lo que el poder público no tendría más que expropiar esa riqueza y repartirla...
A un mes de la elección, fue pobre el primer debate organizado por Anatel entre 8 de los 9 candidatos presidenciales (Michelle Bachelet no participó). Una razón obvia de eso es el anacrónico formato de los debates, que no permite evaluar las fortalezas y debilidades de los candidatos mediante una polémica real entre ellos, sino que sigue limitándose a entrevistas simultáneas, cuyas respuestas son monólogos previsibles, cuando no ocasión para lanzar propuestas descabelladas —como la de entregar mar con soberanía a Bolivia, o dar al Presidente de la República facultades para encarcelar a quien estime conveniente—, o sinsentidos como el de un aspirante que se proclamó “profundamente chileno, como también profundamente boliviano, peruano, venezolano”.
Pero otra razón es que nuestro sistema actual está promoviendo la emergencia de candidaturas presidenciales carentes de representatividad significativa, sin partidos, movimientos efectivos ni fuerzas parlamentarias que los respalden, en la hipótesis de que llegaran a La Moneda. Hay un factor perverso en un esquema que hace proliferar un número creciente de aspirantes al mando de la nación, aunque en el país carezcan hasta de un concejal que comparta sus posturas. El generoso financiamiento público por voto, cualquiera sea el porcentaje que obtenga el postulante, y la exposición mediática garantizada —franja televisiva obligatoria incluida— son incentivos fortísimos para aventureros de la política.
De allí el festival de juicios arrasadores sobre el pésimo estado del país en todos los ámbitos en que compitieron los participantes en dicho debate, con excepción de la candidata de la Alianza. Una tónica “antisistémica” derramó descrédito sobre políticos, empresarios, medios de comunicación, tribunales, partidos, isapres, AFP, “el modelo” —en suma, todo—.
No cabe creer que eso responda a las verdaderas prioridades del país, identificadas constantemente en el tiempo por todos los estudios serios disponibles. La ciudadanía puede variar en intención de voto, pero no en cuanto a la priorización de los problemas —pobreza, delincuencia, salud, educación, empleo—. Los temas políticos —asamblea constituyente, reforma constitucional y electoral, régimen semipresidencial y demás— no figuran nunca en el primer plano de las inquietudes colectivas, en contraste con el discurso de los candidatos.
Estos hablan como si Chile hubiese resuelto ya todos sus problemas de riqueza, excepto el de su injusta distribución, por lo que el poder público no tendría más que expropiar esa riqueza y repartirla, asignándola a proyectos tan peregrinos como condonar todas las deudas, o para “hacerse cargo” del agua y de la cordillera.
Estas no son las prioridades reales de los pobres de Chile, ni de la difícil vida que lleva la clase media, aunque hoy estemos a la cabeza de Iberoamérica en ingreso per cápita y en la mayoría de los indicadores socioeconómicos relevantes. No obstante, contrasta con esos avances la pobreza de nuestra vida política, el bajo nivel o ausencia del debate público, e incluso el que haya pasado una semana más sin que el electorado conozca aún el programa de la candidata de la Nueva Mayoría —a diferencia de la candidata de la Alianza, que sí lo presentó y ha sido respaldado por los dos partidos que la apoyan—.
En todo caso, urge corregir los factores distorsionadores de la competencia electoral —por ejemplo, fijar un mínimo de votación para que proceda el financiamiento público—. De otro modo, en la siguiente elección presidencial bien se podría enterar una docena o más de candidatos aventurando suerte. Esto, lejos de perfeccionar nuestra democracia, la desprestigia y debilita.
Política sin mística, electorado apático
La mística es necesaria en la actividad política. Ella supone una compleja mezcla de ideales y de realismo, y es lo que entusiasma y convoca a un proyecto del que se sientan partícipes no solo los dirigentes, sino también los votantes comunes. Si solo se observa codicia de poder, cuyo eje es la puja voraz por los cargos burocráticos, la indiferencia y ajenidad del electorado no pueden sorprender.
En la presente campaña se advierte poca o nula mística. Los parlamentarios se ven mucho más preocupados de su propia reelección que de la suerte de su abanderado presidencial, que se presume encarna su pensamiento y objetivos públicos. Tal vez ese sea un costo de la posibilidad de reelección, pero se traduce penosamente en que ha bajado el nivel de sus aspiraciones respecto del proyecto que presuntamente los convoca a todos, pero del que procuran hablar lo menos posible. En cambio, hablan mucho de sí mismos, al tiempo que tratan de halagar al electorado local.
Pero si el elector no percibe a los dirigentes inflamados por un ideario, no ve razón para que él se entusiasme, y el voto frío rápidamente puede trocarse en desinterés, y aun repulsa. Es un peligroso cuadro de apatía —tanto más en un marco de voto voluntario—, que abre vías para fórmulas caudillistas, tan frecuentes en nuestro continente.
Frente al frenesí refundacional de las demás candidaturas, la Alianza debe ahora redoblar esfuerzos por movilizar a todos sus círculos para tonificar la propia. Si no lo hace, la perdedora será la democracia chilena, que disipará su estabilidad para lanzarse a costosas aventuras, con un electorado disperso entre una plétora de candidaturas con pequeños porcentajes, pero cuyo conjunto se hace demasiado alto para el razonable equilibrio que necesita un desarrollo sostenido. Ante propuestas ambiguas o aberrantes como las que se han oído, es hora de exigir seriedad y responsabilidad, y actuar en pro de quienes las encarnan.