Que el pasado divide a muchos chilenos, especialmente intelectuales y políticos, ha sido patente en estas fechas. Solo las fiestas dieciocheras han intentado calmar las divisiones, pero por encima. Para todos es evidente que la afirmación bíblica de que una casa —una patria— dividida no subsiste es una verdad. Pero hay algo que impide esa unidad. No es solo un acontecimiento, ni las malas acciones o delitos graves contra la dignidad humana de unos contra otros del pasado. Hay algo metido en el corazón de la patria —de todos nosotros— que la hiere y la hace jadear, como cansada a solo 200 años de su caminar sola. Una patria joven con hijos viejos y problemas de tercera edad.
Las causas de este caminar medio malhumorado deben ser muchas. El fin del malestar no tiene que ver con la mayor abundancia de que gozamos; sí quizá con la mala distribución de los bienes que avanza demasiado lentamente. Creo, muy seguro, que tiene que ver con la incapacidad de comprensión y diálogo y con un descentramiento respecto de los valores fundamentales. Las dificultades que se dan en las relaciones humanas están a la vista. Las soberbias públicas también. Acidez en las palabras de nuestras mujeres y hombres públicos. Nos cuesta entendernos, comprendernos y compartir valores comunes. Peleas y reyertas ganan espacios en los medios, en las familias y en la política. Nos hemos convertido en un pueblo peleador, como esos quiltros rosqueros que vagan mordiendo a diestra y siniestra. Los noticieros son una radiografía. Las malas relaciones terminan por hacernos extraños bajo el mismo “cielo azulado”. La casa común está arrendada por piezas y las puertas de adentro cerradas. Hay que reconocer averías en nuestra convivencia cívica. Pero a la virtud cívica no se llega milagrosamente, hay que cultivarla, y no lo estamos haciendo. Las divisiones de los mayores van pasando a los jóvenes. Mal camino. La Patria es una, pero acepta diferencias. Debemos comprender que en la diversidad hay una unidad.
Así como hay una conversión espiritual, la hay también en el orden cívico. Ella nos permite llegar a comprender la dignidad y el respeto al otro y a sus ideas. Diríamos en idioma cristiano que el amor al prójimo —la amistad cívica— e incluso a los que no nos aman es una ley fundamental de la vida civilizada. El Papa Francisco nos habla del “diálogo constructivo”. Dice que “entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta, siempre hay una opción posible: el diálogo. El diálogo entre las generaciones, el diálogo en el pueblo, porque todos somos pueblo; la capacidad de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad. Un país crece cuando sus diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular, la universitaria, la juvenil, la artística, la tecnológica, la cultura económica, la cultura de la familia y de los medios de comunicación, cuando dialogan. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin una incisiva contribución de energías morales en una democracia que se quede encerrada en la pura lógica o en el mero equilibrio de la representación de intereses establecidos”. Son palabras a los dirigentes sociales y políticos del Brasil, válidas para nosotros. Hay una lección que aprender. Pero los hijos de la “dulce patria” ¿estamos dispuestos?
Los valores comunes existen. No son patrimonio de algunos. La verdad en materias opinables no es propiedad de nadie. Las dificultades de carácter, las maneras duras y ásperas de tratarnos, la incomprensión y falta de tolerancia para opiniones contrarias son, sobre todo, un tema de orden espiritual, relacionado con el amor y el respeto al prójimo y con una virtud muy olvidada, que algunos creen que es solo religiosa: la humildad. “El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance, es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno en cambio. El otro siempre tiene algo que darme cuando sabemos acercarnos a él con actitud abierta y disponible, sin prejuicios. Esta actitud abierta, disponible y sin prejuicios, yo la definiría como humildad social, que es la que favorece el diálogo. Solo así puede prosperar un buen entendimiento entre las culturas y las religiones, la estima de unas por las otras sin opiniones previas gratuitas y en clima de respeto de los derechos de cada una. Hoy, o se apuesta por el diálogo, o se apuesta por la cultura del encuentro, o todos perdemos, todos perdemos. Por aquí va el camino fecundo”, dice el Papa Francisco.
Muchos de los problemas de relaciones humanas, especialmente en la vida política, deberían encontrar su verdadera solución si camináramos por la senda —nada fácil— del diálogo humilde. San Bernardo, reconocido pacificador de Europa, nos debería hacer meditar: “Un tipo de humildad es la humildad suficiente, otro la abundante y otro la superabundante. La suficiente consiste en someterse al que es superior a uno y no imponerse al que es igual a uno; la abundante consiste en someterse al que es igual a uno y no imponerse al que es menor; la superabundante consiste en someterse al que es menor a uno mismo”. Hay algo misterioso en la humildad, porque es la fuente del progreso social y personal. ¿Por qué será así?: porque nos asemeja al Creador.
La humildad es el resorte principal de la máquina que está desvencijado. Si no está presente, todo el andamiaje social, político, económico y cultural se mueve pesadamente o se detiene y se puede derrumbar. Ya se nos ha derrumbado antes, la última vez hace 40 años. Hace falta templar el resorte, que ya no funciona bien. Y la fragua para este temple es la humildad personal que da paso a la social y a una sana y alegre convivencia social y amistad cívica.
Juan Ignacio González ErrázurizObispo de San Bernardo