Estaba en mi casa durmiendo mientras mi hija llegaba de un carrete de madrugada. Cuando entra, se encuentra con un ladrón. En un acto de arrojo y valentía -que proviene de su sangre materna-, lo increpa; y no contenta, lo sale persiguiendo. El ladrón, que probablemente había escuchado del proverbial carácter y temeridad de las mujeres de mi familia, salió arrancando a perderse. El incidente terminó con un par de artículos robados y un insulto de grueso calibre lanzado por mi hija desde la distancia -el insulto a la distancia es más bien paterno.
Después, para que mi hija se durmiera tranquila, recurrí a la política, y le expliqué que ella tenía un problema de "percepción" de inseguridad, pero que las estadísticas no avalaban su sensación.
Cuando los hombres se reunieron para organizarse en algo más que una colección dispersa de individuos, el contrato social que acordaron fue renunciar a parte de su libertad a cambio de que el Estado se hiciera cargo, primera y fundamentalmente, de proveerles seguridad y justicia para que vivieran tranquilos y sin temor; para que no se mataran entre ellos y para que tribunales imparciales resolvieran sus conflictos.
Hoy nuestra seguridad está entre Tongoy y Los Vilos. Tiene un sistema de justicia penal y de garantías para los acusados de primer mundo, lo que está bien. Pero tiene una policía y una fiscalía para defender a las víctimas de tercer mundo, lo que está mal.
Al Estado se le ocurrió tener canales de televisión, ferrocarriles, minas, bancos, y ahora incluso algunos quieren AFP; todos, temas que jamás figuraron en el contrato social original. Y se le olvidó su primera obligación: que sus ciudadanos puedan estar tranquilos y sin miedo a que en sus casas o en la calle su vida, familia y pertenencias corran peligro.
El Estado puede ser tan inoperante, que una vez que me robaron, le pedí a la policía que tomara las huellas para revisarlas con las del Registro Civil, y me dijeron que no, porque éste les vendía la base de datos. ¡Plop!
Y la mala noticia es que la deshonestidad campea. JC Penney tenía 1.800 tiendas en el mundo, y en la de Santiago era en la que más robaban. 600 mil clientes de La Polar se sintieron tan estafados, que decidieron no pagar el precio original del artículo que compraron. El Transantiago tiene un 20% de evasión; la industria salmonera pierde ventajas competitivas gastando para que no le roben salmones. ¿Qué decir de la agricultura, donde el robo de ganado y productos ha devenido en pan nuestro de cada día? Ni nuestra elite queda a salvo cuando los médicos despachan licencias falsas o los políticos dan certificados a exonerados truchos... Total, otro paga la cuenta.
No nos olvidemos de que somos los herederos mestizos del saqueo conquistador y el malón mapuche. Por eso a nuestros políticos hay que recordarles que no pueden tener tropas en Haití si no tienen suficientes carabineros en Puente Alto. Que no pueden aplaudir a un adolescente por protestar con capucha y después criticarlo porque la use para robar un museo. La barra brava no entiende de sutilezas, el mensaje de tolerancia cero con el delito tiene que ser consistente.
Delincuentes y policías son racionales. Una persona roba de noche, en vez de trabajar de día, porque le conviene: trabaja menos y gana más. Hay que subirle el costo alternativo de robar. Los carabineros prefieren controlar el tránsito en la carretera que perseguir ladrones, porque es menos peligroso. Hay que bajarle el mérito a sacar partes y subirle a perseguir malandras.
El premio Nobel Gary Becker demostró que el mejor disuasivo para la delincuencia es reglas claras, altas probabilidades de captura y condenas expeditas. Pero en Chile preferimos legislar en vez de aplicar leyes; endurecer penas en vez de aplicar las que hay; empatizar con la turba en vez de respaldar a la policía; culpar a la sociedad en vez de a los ladrones. Mejorar la seguridad es sencillo. Ello no requiere de más leyes, sólo de carácter para hacer cumplir las que hay.