La política —aquella actividad cuyas decisiones definen el curso de nuestras sociedades— debería ser, de manera natural, la cúspide de la organización social, tanto en importancia como en prestigio. El hecho de que en nuestro país ella no genere confianza ni goce de prestigio, y que lo mismo suceda con las instituciones asociadas a ella —el Parlamento y los partidos políticos—, debería preocuparnos e instarnos a destinar ingentes esfuerzos para corregirlo.
Las causas de este fenómeno debemos escudriñarlas en los factores que mueven la política, y que nos permiten entender los principales impulsores de su dinámica. Como muchas de las actividades humanas, la política responde a dos grandes fuerzas: la de las personas que participan en ella, y la de las instituciones que la regulan. Las personas nos relacionamos con nuestros semejantes en una doble modalidad: a veces, mostramos una orientación individualista y competitiva, cuando queremos satisfacer nuestros intereses directos, y en otras, una disposición cooperadora y solidaria, cuando queremos mejorar la situación de los demás. Como pocas, la política es una actividad que requiere que sus actores utilicen ambas. Se precisa de individualismo y competencia para ambicionar y desplazar a los competidores de las posiciones de mayor relevancia a las que la política da acceso —y también para ignorar los sinsabores que su búsqueda provoca—, pero también se precisa de cooperación y solidaridad, para tener la motivación de satisfacer las necesidades y aspiraciones de los demás, y con ello mejorar la sociedad como un todo.
Sin lo primero, serán otros, quizás con menos talento, los que accedan a las posiciones de poder más importantes, algo indeseado, y sin lo segundo, no es posible llenar de contenido social las metas y propósitos de quienes participan en esta actividad, que es lo que buscamos.
Pero tanto las disposiciones conductuales competitivas como las cooperadoras solo producirán resultados positivos si las instituciones que regulan la política están adecuadamente diseñadas, evitando los incentivos perversos, las inequidades injustas y la corrupción destructora. El sistema electoral y el financiamiento de la política son las instituciones fundamentales.
El sistema electoral que nos rige —el binominal— adjudica (casi siempre) un diputado o senador a cada una de las dos coaliciones dominantes, lo que traslada la elección desde los votantes a las cúpulas partidistas, que son las que designan a los candidatos. Eso aleja a la ciudadanía de la política, hace que ella sea percibida como ilegítima y la posiciona como una actividad que busca más el poder que el servicio público. Esa falta de competencia disminuye la calidad y el “accountability” que los políticos despliegan en su actividad rutinaria, reforzando su desprestigio. De ahí la importancia de cambiar el sistema. Los esfuerzos por hacerlo proporcional, procurando que todas las posturas queden representadas, generará una fragmentación de partidos y una creciente ingobernabilidad. Por eso, el sistema uninominal, utilizado por las grandes democracias anglosajonas, es una mejor opción: todos deben competir por el centro, moderando sus posiciones; los candidatos de cada coalición deben ser los mejores, pues resulta electo solo uno por circunscripción, y como se tiende a tener dos grandes coaliciones, se mejora la gobernabilidad. Si se quiere mejorar la representatividad de las minorías, se puede agregar representantes elegidos en listas nacionales, con umbrales mínimos.
Por otra parte, la política requiere profundizar y perfeccionar el financiamiento público, que le dé continuidad y sustento a actividades políticas no electorales, además de las electorales. También precisa de un examen acucioso de las normas que regulan el financiamiento privado, para que este provenga fundamentalmente de las personas, y no de sociedades comerciales organizadas para otros fines. Asimismo, parece mejor que las donaciones sean anónimas que públicas, para que el receptor de ellas no pueda ser sometido a presiones por los donantes. Eso se logra mediante ingeniosos algoritmos de intermediación bancaria, como los que contempla la ley actual. El límite de gasto debe subir sustancialmente, y requiere contemplar la publicidad por medios masivos, incluidas la televisión e internet, porque la política requiere de mucha más riqueza de contenidos que la actual.
Todo lo anterior necesita de una ciudadanía participativa, lo que se logra con más elecciones y no con más “calle”. La renovación del Parlamento debería hacerse por mitades, al principio y a la mitad del período presidencial, porque eso le da madurez al electorado y mayor control sobre lo que hagan los políticos. La permanente interacción entre la política y los ciudadanos es lo que nutre la búsqueda de las mejores prácticas, las que se basan, a su vez, en mejores instituciones.
Álvaro Fischer AbeliukPresidente Fundación Chile