El regalo soñado de Fiestas Patrias para Michelle Bachelet constaba de tres partes. Primera, no tener que debatir extensamente con Evelyn Matthei, una contrincante difícil. Segunda: que el formato del debate televisivo obligara a que todos hablen muy poco, de modo que Matthei no pueda expresar sus ideas mientras que ella casi no necesite exponerse. Tercera: que la modalidad del debate borre la impresión de que su candidatura lleva varios meses escorada hacia la izquierda.
Como el hada de los cuentos, la Anatel le concedió sus más profundos deseos: el estudio de televisión estará más lleno de candidatos que de público, y los pocos chilenos que resistan esa prueba de paciencia oirán tantas cosas que terminarán mareados, pero seguros de que Bachelet es el punto medio entre las propuestas de Claude y las de Matthei.
El asunto de los debates presidenciales es delicado. Nadie discute que todos los candidatos tienen derecho a ser oídos. Las candidaturas testimoniales, aunque no lleguen a La Moneda, tienen valor. ¿Cómo no admirar a Roxana Miranda, que consigue poner unos pocos afiches de papel sencillo y diseño artesanal, frente a las gigantografías de cuidada factura que nos muestran, en grandes dimensiones, los rostros de quienes juegan en las ligas mayores del poder político y económico? Por eso, también Roxana merece una oportunidad de ser escuchada.
Ahora bien, junto con el aspecto testimonial, no hay que olvidar que se trata de una elección para decidir quién será Presidente de Chile. Los ciudadanos tenemos derecho a una información cabal. No basta con entrar en las páginas web de los candidatos, para ver, en el mejor de los casos, unos programas redactados por sus asesores. Tampoco los carteles publicitarios entregan información suficiente como para fundar una preferencia electoral. Aquí se trata de votar, no de elegir alimento para mascotas.
En este sentido, un debate a fondo, donde los candidatos puedan entregar sus argumentos y mostrar las debilidades de la contraparte, constituye una herramienta imprescindible para que nosotros podamos formar nuestra opinión. La Anatel olvidó este aspecto y resolvió de una manera tan simple que llega a parecer simplista. Tendremos nueve discursitos y ningún diálogo. El diálogo quedará sepultado por las palabras, unas palabras heterogéneas que no permitirán mantener una discusión seria sobre el futuro de Chile.
El debate en pildoritas que nos impuso la Anatel no solo perjudica a Evelyn Matthei, sino muy especialmente a las candidaturas testimoniales. Si queremos que Marcel Claude, por ejemplo, tenga una oportunidad de convencer al país, tendría que ser un mago para hacerlo en esas migajas de tiempo.
¿Cómo no se les ocurrió una solución más adecuada? ¿Qué pasará si en la elección de 2017 se presentan 25 postulantes? Quizá se podría haber hecho varios debates con grupos más pequeños, y uno exclusivo para Bachelet vs. Matthei.
Es de esperar que este bochornoso episodio lleve, al menos, a pensar con tiempo un sistema racional de debates televisivos para el futuro, donde se establezcan reglas sin que sepamos a priori a quién terminarán beneficiando. Aquí sabemos muy bien quién salió ganando.
Naturalmente, no tiene sentido culpar a Bachelet de recibir con brazos abiertos un regalo de Fiestas Patrias que despeja el único obstáculo serio que podría oponerse a su marcha hacia el palacio presidencial. Ella no provocó esta situación anómala, solo se limitó a aprovechar la oportunidad de una manera perfectamente legal. Además, es probable que los otros también hubiesen hecho lo mismo en caso de hallarse en esa situación privilegiada.
Sin embargo, es inevitable que surjan algunas preguntas: ¿Es bueno para el país que lleguemos a una elección tan importante en esas desmedradas condiciones? ¿Contribuye esta falta de debate a prestigiar la política?
Lamentablemente, la decisión de Anatel no es un hecho aislado. Forma parte de una tendencia a la trivialización de la discusión pública que se advierte en los últimos años. En este contexto, la democracia ya no es un ejercicio conjunto, donde con el esfuerzo de todos se llega a una solución justa, sino una mascarada, un pretexto para otorgar respetabilidad a soluciones que vienen cocinadas de antemano quién sabe dónde y por quién.