En estas fechas se suele decir que los chilenos, contrariando nuestro fuerte legalismo, anticipamos indebidamente la conmemoración de la independencia, que solo vino a ser proclamada oficialmente el 12 de febrero de 1818. La instalación de la junta surgida del cabildo del 18 de septiembre de 1810 no habría sido un acto de expresión de autonomía, sino más bien de adhesión al rey Fernando VII, depuesto por la invasión napoleónica de la península ibérica.
Los mitos y anacronismos históricos de la causa de la independencia son numerosos, pero en este caso no parece que las tradiciones estén tan equivocadas al remontar al 18 de septiembre de 1810 la independencia nacional, como lo comprueba el acta de aquella memorable sesión, cuya copia se conserva.
El cabildo fue convocado para propiciar un cambio de gobierno: de un gobernador delegado que entonces recaía en el conde de la Conquista, don Mateo Toro y Zambrano, se pasaría a un órgano colegiado. Se considera que Chile es una más de las comunidades componentes de la monarquía en igualdad de condiciones con aquellas de la metrópolis, que ya se habían organizado en “juntas gubernativas” para combatir la dominación francesa. El procurador de Santiago, el joven abogado José Miguel Infante, declaró lo que se planteaba a la asamblea: “Con la mayor energía —leemos en el acta— expuso las decisiones legales y que a este pueblo (el chileno) asistían las mismas prerrogativas y derechos que a los de España para fijar un Gobierno igual, especialmente cuando no menos que aquellos se halla amenazado de enemigos y de las intrigas que hacen más peligrosa la distancia, necesitado a precaverlas y preparar su mejor defensa”.
En un gesto inédito, el gobernador renuncia ante la asamblea para que provea una nueva forma de gobierno. El acta lo recoge de esta manera: “Penetrado el Muy Ilustre Señor Presidente de los propios conocimientos, y a ejemplo de lo que hizo el señor Gobernador de Cádiz, depositó toda su autoridad en el pueblo para que acordase el Gobierno más digno de su confianza y más a propósito a la observancia de las leyes y conservación de estos dominios a su legítimo dueño y desgraciado monarca, el señor don Fernando Séptimo”.
A continuación se acuerda la constitución de una junta: “En este solemne acto, todos los prelados, jefes y vecinos, tributándole las más expresivas gracias por aquel magnánimo desprendimiento, aclamaron con la mayor efusión de su alegría y armoniosa uniformidad que se estableciese una Junta”. Se eligen entonces sus integrantes, y se otorga su presidencia perpetua al mismo Toro y Zambrano. Pero el gobierno ya no descansa en él, sino en la junta compuesta por un vicepresidente (el obispo electo de Santiago), cinco vocales y dos secretarios.
Por mucho que se haya invocado la adhesión al “legítimo y desgraciado monarca”, se trató de un acto de soberanía local, y así lo entendieron los pocos españoles peninsulares que fueron invitados y que se opusieron tenaz pero infructuosamente. Es verdad que no estamos todavía ante un cambio hacia el régimen republicano, idea que prosperará en los años siguientes. Pero, incluso dentro de la monarquía —a la cual la asamblea del 18 de septiembre se siente ligada—, hay aquí un germen de primera independencia y de autónoma soberanía.
La prueba de que no se estaba frente a una medida de administración transitoria la proporciona la misma junta: entre sus primeras medidas ordenó la organización de un ejército propio, decretó la libertad de comercio y convocó al primer Congreso Nacional.
Sin duda la independencia de la nación y su configuración como república es un proceso que consta de varias etapas, de avances y retrocesos. Pero no parece erróneo reconocer como hecho político inicial a la decisión tomada aquel 18 de septiembre por los vecinos del Santiago de 1810, cuya reunión, según el acta, terminó a la “hora intempestiva de las tres de la tarde”.