Lo más importante de este 11 de septiembre no fueron los hechos que se recuerdan, sino el recuerdo de los hechos. Lo relevante no fueron los libros que pacientemente se escribieron para la ocasión, sino los documentales hechos por gente talentosa, pero que en 1973 ni siquiera había nacido. Lo hacen con tanta maestría que marcan la opinión de millones de chilenos.
Así, en unas pocas semanas la obra del Gobierno Militar experimentó un bombardeo más fuerte que el de La Moneda en 1973. Benjamín Vicuña y otros como él derrotaron a la Junta, a la Dinacos, al Instituto Nacional de la Juventud, a Cema y a la DINA, al Edificio Diego Portales y a Chacarillas.
El recurso para hacerlo fue mucho más inteligente que las tediosas emisiones de Radio Moscú, los informes de Amnesty, las bombas del Frente Patriótico o las proclamas de Gladys Marín. Nos mostraron lo que pasaba cuando todos estábamos tan contentos. Abrieron el clóset y cayó un esqueleto, haciendo mucho ruido.
El acusado quedó sin respuesta. No solo porque las imágenes hayan sido impresionantes, que en muchos casos lo fueron. Sucede que gran parte de lo que tenía que decir el imputado lo había dicho tantas veces que ya nadie lo oía. Es verdad que Allende era marxista leninista, que los socialistas reivindicaban la vía armada, que la democracia había sido burlada por la Unidad Popular, y que había una agresión soviética. Pero cuando a uno se lo machacan todos los días, en todos los discursos, durante 17 años, termina por no oírlo. La tecla se venció y el acusado quedó sin palabras.
Por otra parte, después de la caída del Muro de Berlín, el marxismo ha pasado a estar en los museos junto a Atila y Genghis Khan, es decir, se ha transformado en algo que ya no asusta. De este modo, su realidad no es capaz de explicar por qué la gente le tenía terror y reaccionó como lo hace quien está aterrado, comprensiblemente aterrado.
Además, por mucho que sea verdadero todo lo que se diga del marxismo, la Guerra Fría y la Unidad Popular, esa afirmación histórica se transforma en un asunto abstracto, que no dice nada, en contraste con los conmovedores testimonios de Amanda Velasco, Gladys Díaz o Alejandra Holzapfel que describen lo que les hicieron, dónde les pusieron electricidad, y cuántas semanas estuvieron privadas del baño o del sol.
Las imágenes que hemos visto estos días no solo representan una crítica a 17 años de gobierno, sino que constituyen una impugnación del mismo 11 de septiembre, una caída del telón sobre un acontecimiento que por años dividió a los chilenos. Después de estas imágenes, la Democracia Cristiana hace piruetas para negar lo innegable, y la gran mayoría de los chilenos, que apoyó con entusiasmo la intervención militar, mira para otro lado, como para que nadie le pregunte.
A una parte importante de los chilenos les ha ocurrido como a los católicos con los escándalos de abusos. Han quedado en estado de shock. De pronto resulta que los salvadores del totalitarismo marxista hacían las mismas cosas que eran moneda corriente en Bulgaria, Corea, la URSS o, hasta el día de hoy, en Cuba. ¿Dónde está entonces la diferencia, se preguntan desconcertados? El impacto es tan grande que pocos consiguen entrar en matices, preguntar por el número de uniformados efectivamente involucrados y deslindar las responsabilidades reales.
El único que no se arruga es Manuel Contreras. Los periodistas que esta semana lo entrevistaron durante media hora no le hicieron mella. Para el ex jefe de la DINA no existen las dudas ni hay nada de qué arrepentirse. Mientras casi todos, a izquierda y derecha, hemos cambiado, él sigue siendo el de siempre. Él es inmune a la fuerza incontrastable de la imagen.
El hecho de que ahora el predominio lo tenga la imagen no es inocuo. La circunstancia de que el 11 de septiembre y el Gobierno Militar hayan dejado la historia y se hayan transformado en producto televisivo, presenta algunos riesgos. Como llegará un momento en que ya no cabrá mostrar otros testimonios, porque se habrán presentado todos, el paso siguiente podrá ser que los dolores y esperanzas de los chilenos se transformen en productos televisivos, como las películas maniqueas con que Hollywood describió la Segunda Guerra Mundial en los años cincuenta.
Para ese modo de hacernos cargo de nuestro pasado, el personaje ideal será Manuel Contreras.