¿Qué quedó luego de la conmemoración de los cuarenta años del golpe?
Los cuarenta años del golpe pusieron de manifiesto, por enésima vez, el problema fundamental del Chile contemporáneo: una modernización acelerada que se ejecutó con una violación, igualmente acelerada, de los derechos humanos.
Hasta hace poco, la derecha enfrentaba esa tensión haciendo una suerte de balance contable: la obra modernizadora morigeraba lo que prefería llamar excesos en materia de derechos humanos.
La situación por estos días ha cambiado.
El cambio lo ejecutó el Presidente Piñera, quien puso de relieve las responsabilidades -complicidades pasivas, las llamó- de la prensa, de los civiles y de los jueces en las violaciones a los derechos humanos. El empleo de ese concepto -complicidad pasiva- fue una verdadera condena a la actitud general que mantuvo la derecha y sus personeros, en especial la UDI, durante la dictadura y hasta apenas anteayer.
Lo que el Presidente hizo fue mostrar que lo que estaba entrelazado históricamente (las modernizaciones y las violaciones a los derechos humanos) no tenían por qué atarse conceptual o políticamente (salvo que, como les ocurre a algunos, estén unidas a su propia biografía).
El gesto del Presidente, además de su innegable efecto moral, tiene un obvio sentido político: traza una línea clara y firme entre una derecha que condena el golpe y las consecuencias que le siguieron y otra que, por razones generacionales e ideológicas, se niega a hacerlo. Es como si el Presidente hubiera, de pronto, dicho: hay una línea invisible entre nosotros (él y quienes están detrás suyo en el Gobierno) y ustedes (los cuadros tradicionales de la derecha, Larraín, Novoa, Melero, Cardemil).
El Presidente hizo así un gesto audaz, el más audaz del último tiempo: desde el interior de la derecha condenó a la propia derecha.
Es difícil exagerar el alcance político y biográfico de ese gesto: Piñera (se ha olvidado, pero no está de más recordarlo) fue capaz de soportar una y otra vez las trampas y las humillaciones que en especial la UDI le infligió durante dos décadas; apretó los dientes hasta lograr finalmente su apoyo; una vez obtenido, alcanzó la máxima posición en el Estado; y, una vez lograda esta última, trazó una línea clara entre la derecha que él lidera (que cuando mira el pasado no se avergüenza de si misma) y la derecha que construyeron ellos (que recuerdan con vergüenza sus loas y sus aplausos a la dictadura).
Esa línea, invisible pero notoria, dividirá de aquí en adelante a la derecha y permitirá preguntar, cada vez, de qué lado de la línea se está: ¿Del lado de allá donde se agrupan los cuadros más tradicionales, los viejos funcionarios devenidos en políticos durante la transición, o del lado de acá, donde se encuentran Piñera y los suyos? ¿Del lado de quienes miran con nostalgia y comprensión a la dictadura o del lado de los que la rechazan sin ambages?
Hay algo en este gesto de Piñera -fuera del cálculo político y de su fundamento moral- de indudable e inconsciente venganza.
Y es que él trazó esa línea enfrente de la candidatura de Evelyn Matthei, su rival de hace veintidós años: ¿En qué lado de la línea se situará ella? La respuesta casi no importa: en cualquiera perderá apoyo y adhesión. Si se sitúa del lado de allá, pierde a los de acá; si se sitúa acá, perderá a los de allá. La línea pone también en una situación imposible a Allamand: él hace apenas unas semanas se negó a usar siquiera la palabra dictadura.
Un analista diría que se trata del conocido retorno de lo reprimido: la rivalidad que se anidó en los años de la patrulla juvenil -en los tiempos del Piñeragate y del espionaje telefónico- se resuelve veinte años después y de manera casi definitiva: las palabras del Presidente cierran a Matthei y a Allamand las puertas del futuro y, en cambio, las abren para él.
Un solo gesto de Piñera -trazar una línea clara frente a la dictadura- resolvió, de una plumada, problemas morales, políticos y, sobre todo, biográficos.