La sociedad chilena se merece que sus dirigentes políticos generen una nueva forma de vincularse, que se base en el respeto, la reconciliación y con sentido de futuro.
Qué más quisiera que en el Chile actual estuviéramos hoy inmersos en un debate que permita definir los gestos concretos que nos lleven a la reconciliación respecto de lo que sucedió en septiembre de 1973. En que lo central sea el recuerdo respetuoso de lo sucedido, y que considere el reconocimiento de los hechos horrendos que derivaron en violaciones a los derechos humanos más básicos. Desde una perspectiva republicana, no queda más que exigir y exigirnos, como clase política, que todos los sectores adoptemos una mirada crítica y de condena a la dictadura que se gestó como solución a las fallas de la democracia.
Es una evidencia terrible: la falta de política o, lo que es lo mismo, la incapacidad de hacer buena política nos llevó a la mayor crisis que recordemos. El reto, por lo tanto, es lograr que el debate de ideas y la búsqueda incansable de acuerdos sean la fórmula de desarrollo para Chile. Nunca más la incapacidad para dialogar debe llevarnos a escenarios como el que vivimos hace 40 años.
Sin importar cuáles sean las razones esgrimidas por uno y otro sector, lo que sí necesitamos como país es un Acuerdo por un Nunca Más, donde quede claro y asumido por el Estado y por todos los actores políticos y sociales que con la Democracia no se juega, no se la pone en riesgo, no se la deja morir. Nada justifica la interrupción de la institucionalidad, el Estado de Derecho y el respeto a las garantías básicas de las personas. Ese debería ser nuestro gran aprendizaje tras 4 décadas de desencuentros.
Prefiero dejar de lado declaraciones lamentables que ensalzan la figura de un frío dictador, las palabras que tratan de deslindar responsabilidades como si se hubiera nacido recién para esta campaña presidencial, o el recuerdo de quienes defendieron a viva voz las armas como proyecto político. Prefiero quedarme con las señales responsables de quienes entienden que sencillamente no hay sustento para el odio o la violencia.
Falta demasiada verdad, falta demasiada humildad, demasiada responsabilidad individual e institucional para dar por cerrado este capítulo doloroso de nuestra historia republicana. El Congreso Nacional, el Poder Judicial, las instituciones armadas, los partidos políticos, la prensa, los poderes fácticos nacionales e internacionales le deben una gran explicación a Chile por dejar que se desperdiciara nuestra historia republicana.
Las instituciones sí pueden hacer una revisión de sus acciones y concordar en un gesto inédito y unívoco: declarar el quiebre democrático de 1973 inadmisible y reprochable de cara a todos los actores de la época. Es necesario aislar las voces que rememoran esa violencia, que la añoran y la justifican, para dar paso de una vez por todas a una discusión acerca del país que queremos construir para el futuro. Son tantos los desafíos en torno al desarrollo y la equidad, que las nuevas generaciones no nos entenderían si no damos pasos en ese sentido.
Dejemos en el pasado y en la soledad a quienes creen que la violencia es justificable y ofrezcamos una sociedad nueva, una revolución de buenas voluntades y de respeto mutuo que sea inquebrantable para el presente y el futuro. Es momento de poner a la ciudadanía, a los chilenos y chilenas de hoy y de mañana por sobre cualquier interés particular.
Las instituciones republicanas deben declarar firme y resueltamente que la democracia es intocable, sin importar cuán grave pueda ser una crisis política, y sobre esa base construir hacia adelante: hay que resolver las deudas de participación con la gente y dar un nuevo rol a la política nacional, abrir las puertas a la participación real e integración de todos sin distingo. La democracia chilena está en deuda con sus ciudadanos, sobre todo con los que sufren hoy las consecuencias de un modelo económico que genera desigualdad. Hay que acabar con los abusos contra las personas y ser capaces, como país, de reconocer e integrar nuestra diversidad cultural, política, social e incluso familiar.
Es urgente dar ese paso para tener un país profundamente más tolerante, más integrado, desarrollado y capaz de resolver cada diferencia con nada más que diálogo y respeto.
Jorge Pizarro S.Presidente del Senado