Uno de los problemas del Presidente Piñera -descontada su personalidad alérgica al carisma- es su facilidad para banalizar, hasta casi desproveerlos de todo significado, las palabras y los conceptos.
Esta vez ocurrió con su petición de perdón:
"Se cometieron errores en la planificación y en la ejecución del censo del año 2012, y quiero pedir humildemente perdón a todos los chilenos por esos errores", declaró.
¿Esa es una muestra de humildad o un abuso lingüístico?
Un abuso.
El perdón es un concepto teológico de raíz abrahámica, es decir, se practica en general en las religiones monoteístas como la judía, la musulmana y la cristiana; aunque es en esta última donde presenta los rasgos más fuertes. En efecto, en el amplio panteón de las culturas humanas, el Dios cristiano es el único que perdona y lava los pecados con la sangre de su hijo. De ahí que el perdón tenga el significado de restablecer el sentido de comunidad -todos hijos del mismo Dios- que el pecado ha roto. La amplia influencia de ese concepto cristiano explica que los japoneses hayan pedido perdón por el maltrato violento de chinos y coreanos; que el Papa haya pedido perdón a los judíos por la persecución que la Iglesia alimentó; que Aylwin haya pedido perdón a los chilenos exterminados o perseguidos por sus ideas.
Pero pedir perdón por la chapucería y los ardides es estirar demasiado la nobleza del concepto.
Por la chapucería y los ardides hay que dar disculpas y explicaciones (fue lo que alguna vez hizo Bachelet por el Transantiago), pero no pedir perdón. La petición de perdón adorna con una pátina de dignidad casi religiosa a lo que es simple incumplimiento objetivo de un deber.
Cuando el Presidente Piñera pide perdón por los errores deliberados del censo, no está intentado restablecer una comunidad rota ni lavar un pecado ni reconciliarse con el Dios en el que cree. Lo que está intentando es simplemente acallar las críticas y evitar que se advierta lo obvio: su propia e inevitable responsabilidad en el manejo de datos y su innegable megalomanía al presentar cifras. Lo que el Presidente hace es usar la solemnidad de un concepto para atenuar la torpeza gubernamental.
Es obvio.
Este acto de contrición presidencial no fue desatado por un examen del propio gobierno, sino por una denuncia periodística de CIPER. Si CIPER no hubiera denunciado los malos manejos del Censo ni el director del INE habría renunciado ni el Presidente estaría pidiendo perdón.
Si no hubiera habido denuncia periodística, el Presidente Piñera seguiría alardeando que este fue "el mejor censo de la historia".
No es esta la primera vez en que el manejo de las fuentes públicas de información (que es otra manera de decir: el manejo de las verdades en la esfera pública) huele mal. Es raro que la prensa no lo destaque. ¿Tan rápido se olvidó el asunto de la Casen y los tropiezos del gobierno en la medición de la pobreza? ¿No se advierte acaso que entre el incidente de la Cepal de ayer y el del censo de hoy hay un parecido innegable: en ambos un intento de manipular la información?
La petición de perdón parece noble; pero es puro utilitarismo, el camino más breve para evitar las críticas y dar por saldado el asunto.
La democracia y el sistema político no tienen nada que ver con el perdón. La administración del Estado tiene que ver con los deberes y las responsabilidades que en este caso (y en otros como el Transantiago) se abandonaron y fueron sustituidas por la propaganda y la exageración. A propósito de la Casen, se dijo que "había disminuido la pobreza" y a propósito del censo, que este era "el mejor de la historia". Y ahora, luego del veredicto de la comisión que declara que hay que repetir el censo, Juan Coeymans, el director del INE -por lo que se ve, un hombre enemistado con las palabras, un verdadero amigo de la torpeza verbal-, trata de salir del paso balbuceando que todo esto es un tsunami y ¡haciendo analogías entre la necesidad de repetir el censo y la de amputar una pierna!
No hay caso.
La teología del perdón sirve casi para cualquier cosa, menos para esconder los errores políticos, camuflar los ardides y eludir la responsabilidad.