Mahler comenzó a despedirse de la vida en 1907, cuando su hija María sucumbió a la escarlatina antes de cumplir los cinco y a él le diagnosticaron una enfermedad cardíaca mortal. Por eso las tres composiciones que siguieron -"La canción de la Tierra", la Novena Sinfonía y lo que alcanzó a componer de la Décima- muestran a un artista turbado entre el desespero y la resignación, entre la enorme soledad del hombre en medio de un universo indiferente y el sentido pleno de sentirse parte de él antes, durante y después de la breve existencia humana.
El director valenciano Álvaro Albiach y la Sinfónica abordaron, el viernes pasado, dos de esas obras postreras. Las violas estuvieron firmes y sobrias en el tema desnudo, misterioso, con el que comienza el Adagio de la Sinfonía Nº 10 (1910) y que impone el carácter trágico a todo el movimiento. El encuentro con el segundo tema, arrebatado de romanticismo, pilló frío al resto de la orquesta. Las sucesivas variaciones sobre uno y otro tuvieron luego muchos mejores momentos, y Albiach y los músicos les dieron una buena factura a los acordes densos, exquisitamente expresionistas, que interrumpen el discurso antes de un final extinguido. Mahler es aquí ineludible: su "talento para sufrir", como lo describía el director alemán Bernard Haitink, hace una exploración musical que sacude los cimientos del arte de hacer y de escuchar música.
En la segunda parte, Pilar Díaz (contralto) y Gonzalo Tomckowiack (tenor), con director, orquesta y público más entregados, dieron cuenta de "La canción de la Tierra", un ciclo sinfónico de seis canciones con textos de poesía china antigua. Con un timbre muy bonito y un volumen lleno de carácter, Tomckowiack sirvió notablemente las necesidades expresivas de la partitura. El vibrato de Pilar Díaz sonó siempre atractivo, aunque los pasajes en que Mahler escribe en el registro más bajo siempre son un difícil desafío contra las fuerzas de la orquesta. La última canción, "La despedida", es un verdadero recital para la contralto, para cada solista y sección, y Albiach y la Sinfónica produjeron un resultado conmovedor. El oboísta estadounidense Jeremy Kesselman llevó su protagonismo con un fraseo natural, consciente, muy musical, y Díaz cantó inspiradamente los poemas de una vida que dice adiós, pero que al mismo tiempo saluda a la primavera que vuelve a engendrarla.