¿Qué tiene más peso en el desarrollo de un niño, la genética o la crianza? Es una pregunta frecuente en los padres y en el ámbito científico. John Medina, profesor de la Universidad de Washington, en su libro "Los principios del cerebro en los niños" cuenta la anécdota de una niña que en una feria de ciencias había plantado dos semillas con idéntico ADN; una en un suelo pobre y otra, en un suelo rico en nutrientes. Como es de suponer, la planta que creció en buen suelo era espléndida, en tanto, la otra, había tenido un desarrollo pobre. Esta metáfora de la semilla y el suelo, según el autor, señala que, por cierto, hay un factor genético, pero que el ambiente influye en el comportamiento de los niños más de lo que imaginamos.
La toma de conciencia del rol que los vínculos con sus padres tendrán en el desarrollo de la identidad de un niño, y cómo es la familia, quien entrega las raíces y los nutrientes para el crecimiento de los hijos, juega un rol decisivo en cómo los padres y madres los educan. Cuando se dan cuenta del impacto que tiene lo que hacen y lo que no hacen, los padres adoptan necesariamente una actitud activa de hacerse cargo con gran compromiso emocional de la responsabilidad que les compete. Esta toma de conciencia se da con más fuerza en las mujeres, por lo que se resta muchas veces la presencia activa del padre en la socialización de los hijos.
Al momento de nacer, el cerebro de los niños es de una inmadurez tal que para crecer ellos requieren del cuidado de los otros, no solo para tener una buena calidad de vida, sino también para subsistir.
Hay suficiente evidencia científica de que la calidad de la estimulación que un niño recibe es determinante para su desarrollo cognitivo y afectivo. La neurociencia ha venido a confirmar lo trascendente que es la infancia en la arquitectura cerebral de los niños. Se ha planteado que hay dos mecanismos en la base de la inteligencia humana: el primero es la capacidad de registrar información y mantenerla en la memoria en lo que se llama inteligencia cristalizada y, el segundo, es lo que se conoce como inteligencia fluida, es decir, la capacidad de adaptar información a las diferentes situaciones. Para lograr este desarrollo los padres tienen que dar oportunidades educativas en las cuales sus hijos puedan registrar información, y, a la vez, tengan posibilidad de asimilarla y de adaptarla en forma autónoma a diferentes escenarios.