La renuncia de Longueira afectado por una depresión -ese túnel sin luz al fondo- mostró uno de los peores lados de la derecha.
El aviso de que Pablo Longueira fue derrotado por su propio ánimo no lo dio el partido al que pertenecía ni la coalición cuyos intereses representaba ni el sujeto, Lavín, que era su jefe de campaña. Quienes dieron la noticia fueron sus hijos. Como quien dicta una confidencia -o sopla una mala noticia al oído de millones-, fueron ellos los que comunicaron al país e hicieron públicas las razones por las que su padre abandonaba la carrera presidencial.
Esa escena -los hijos de un candidato comunicando una decisión de alto interés público que todo el resto de los involucrados dijo inexplicablemente ignorar- puso de manifiesto uno de los rasgos más porfiados de la derecha, uno que permite explicar la historia de casi todos sus tropiezos.
La facilidad con que la derecha privatiza lo que, por naturaleza, es público.
Una enfermedad que afecta a una persona que no ejerce una función pública ni tampoco demanda la confianza ciudadana es siempre un asunto privado cuyo dominio pertenece a la estricta esfera de la familia o del individuo que la padece. Es ella, o el enfermo, quien debe decidir qué pormenor se dará a conocer y cuál no, qué consecuencia merecerá ser sabida y por quién y cuál mantenida en reserva y cuál, en cambio, hecha pública. En suma, si el sujeto es un ciudadano de a pie, la enfermedad es cosa suya. Él la padece y la guarda, o él o sus familiares la divulgan.
Cuando el sujeto enfermo es, en cambio, alguien que demanda la confianza ciudadana, alguien que, en nombre de un partido o de una coalición, aspira a conducir el Estado, la enfermedad deja de ser suya, escapa de su dominio privado, y pasa a ser un asunto de interés público. Las consecuencias de esa enfermedad tampoco son suyas: afectan, para bien o para mal, al conjunto de la ciudadanía. Quienes confiaron en el candidato (ahora derrotado por sí mismo), los competidores que le temían, los que cifraban en él esperanzas y los que abrigaban temores, todos, en suma, se ven afectados por la enfermedad y la consecuencia que le siguió. Siendo así, ¿cómo entonces la fuerza política que lo apoyaba y los dirigentes que en su momento lo empujaron se permiten hacer de esto una cuestión familiar que aparenta ser privada? ¿Cómo es posible que todo esto se presente como el caso de un padre enfermo que renuncia, y no como lo que es: un político a quien un partido ofrecía para conducir el Estado, pero que a poco andar reveló una involuntaria incompetencia?
La UDI y la Alianza, en el desgraciado caso de Pablo Longueira, han puesto las cosas del revés: han hecho de todo esto un asunto familiar y una desgracia privada, cuando, por la posición que apenas hace unos días tenía Pablo Longueira, se trata justamente de una cuestión pública que los dirigentes, y no los hijos del paciente, debieron anunciar ante el país, explicar con la misma claridad con que ayer lo ensalzaban, racionalizar en todos sus detalles y tratar con neutralidad afectiva. Si la UDI lo supo antes (y debió saberlo, puesto que las oportunidades le sobraron), no debió postularlo; si recién se enteró (lo que resulta increíble para cualquier observador imparcial), debieron ser los dirigentes, y no sus hijos, quienes anunciaran su retiro cuando la enfermedad se reveló. ¿Acaso no era Pablo Longueira su candidato? ¿No era Longueira, apenas hace unos días, el líder de la derecha que encarnaba la voluntad de hierro? ¿Por qué entonces reducirlo -a él, el líder más entusiasta de la UDI- de un día para otro a la mera condición de padre enfermo, interdicto, amigo en desgracia, un simple individuo a quien la fortuna maltrató y puso triste?
Privatizar la desgracia de un personaje público como Pablo Longueira, que es lo que acaba de hacer la UDI, es una falsa forma de respeto y de piedad: hace recaer en su familia y en sus hijos la responsabilidad de comunicar una decisión que no era suya reduce a quien hasta hace poco era su líder más preciado a un sujeto interdicto e incapaz, y transforma a quienes hasta ayer lo alababan y aconsejaban elegirlo, asegurando que era lo mejor para Chile, en unos hipócritas que ahora se hacen los desentendidos y fingen sorpresa con la noticia de que su héroe de apenas ayer es hoy día un pozo de desesperanza y de debilidad.