El alegato contra la política tiene tanto tiempo como la política. Y siempre tiene adeptos. Se la califica como el arte de la mentira, de la manipulación, de la argumentación torci- da e irracional, del populismo.
Contra ella luchó Jaime Guzmán. Este confiaba en "cambiar la base económica" para evitar el retorno de la política y el que los chilenos fuesen "fácil presa de cualquier prédica demagógica o extremista". El andamiaje institucional que ideó estuvo dirigido justamente a transferir poder desde los políticos a los expertos. Sebastián Piñera pretendió lo mismo. Su "nueva forma de gobernar" consistió en eso: en desplazar la política por la gestión según los parámetros de la empresa privada.
Tanto Guzmán como Piñera fracasaron. El primero, con el triunfo del "No" en el plebiscito de 1988, en medio de una bonanza económica sin precedentes. El segundo, con el fracaso de su fórmula inicial, que le obligó a incorporar al Gobierno a los viejos políticos de la derecha.
Pero la idea de acabar con la política está lejos de haberse extinguido. Prueba de ello fue el éxito de Andrés Velasco en las recientes primarias presidenciales, con su discurso contra la "vieja" política.
A diferencia de la vieja, la Nueva Política se basa en expertos en "políticas públicas", no en militantes. No le da mayor valor a la deliberación ciudadana como fuente de conocimiento. Al revés, estima que es un caldo de cultivo para las ideologías y los intereses sectoriales y que, por eso mismo, atenta contra las "buenas" políticas públicas, cuya fuente es el análisis técnico y la discusión entre pares.
El fantasma primordial de la Nueva Política es el "populismo". Así tildan a cualquier propuesta que: 1) no esté basada en un análisis económico; 2) responda a demandas de un grupo social determinado o a una ola de opinión pública; y 3) no encaje con una teoría general, cualquiera sea esta, y por ende (porque en su caso, ambos se confunden), con el "bien común". Las instituciones clásicas de la democracia, como el Parlamento, los partidos políticos, los sindicatos y los gremios, son el vehículo preferente del "populismo". Ellas, por definición, buscan congraciarse con las pulsiones de la ciudadanía o de los grupos de interés, pues dependen de su adhesión. De ahí que la Nueva Política rehúya a los partidos y al Parlamento, y busque reducir su poder. Prefiere apelar directamente a la ciudadanía, sin mediaciones institucionales, apoyándose en instancias como los think-tanks , corporaciones o movimientos o clubes de expertos.
¿Tendrá éxito esta vez la Nueva Política? No la tiene fácil, porque no es evidente que ella corrija los vicios de la "vieja". Por ejemplo, no está escrito en piedra que las decisiones de los expertos tengan menos probabilidad de error que aquellas que consideran el conocimiento de los actores sociales y políticos. Ni que ellos no se dejen guiar por sus emociones e intereses, tal como lo hace el resto de los humanos. Tampoco que los think-tanks y entes similares sean más transparentes y abiertos que los partidos, o que no responden exclusivamente a los intereses de sus líderes, para extinguirse una vez que estos alcanzan sus metas.
Todo indica que los buenos viejos tiempos en que la política podía estar en manos de los expertos está llegando a su fin. Y que ha llegado la hora -como sostiene Bruno Latour- de reconocer el valor de la vieja política; esa actividad capaz "de obtener, a partir de una multitud, una unidad; a partir de una suma de recriminaciones, una voluntad unificada", aunque deba ocupar para esto "un razonamiento curvo, sinuoso, circular, lleno de meandros".