Hace una vida trabé amistad con un hombre extraordinario, un gran emprendedor, creativo, vital y generoso. Este amigo era propietario de un gran paño de terreno en primera línea frente al mar, en una de las zonas costeras más admiradas de Chile. Por esa época, y sin importar su tamaño, una casa de playa se concebía por lo general como una vivienda muy sencilla, casi rústica, acentuando tal vez intencionadamente la diferencia entre las obligaciones de la vida urbana y la reparadora frugalidad de la vida contemplativa, que es lo que al final parece añorar el hombre citadino cada vez que sale a buscar el horizonte del mar. Amante de su soledad tanto como de sus amigos, este hombre me encargó en ese terreno una pequeña casa, un secreto retiro en un lugar indicado por él en medio de un formidable roquerío sobre la rompiente. Emprendimos la construcción con la ayuda de un avezado carpintero local, y en cosa de meses habíamos levantado una encantadora cabaña de modernas líneas y nobles maderas, asomada sobre el precipicio luminoso del océano, repleta de antigüedades, obras de arte, libros, música y recuerdos de viaje. En ese refugio fuimos muchos los agasajados por la conversación, el optimismo y la espléndida cocina de nuestro pródigo anfitrión.
Recuerdo haber leído que cuando Luis XIV se aburría de la amante oficial de turno (“la maîtresse en titre”), no solo debía expulsarla de la corte, sino que hacía demoler hasta los cimientos la mansión que le había construido antes en la ciudad de Versailles, vecina al palacio. Esa imagen me causó siempre una profunda impresión: que para borrar todo vestigio de una persona, toda referencia a su existencia, era necesario también hacer desaparecer los espacios una vez habitados por ella; el recuerdo de su manera de ser impregnada en una arquitectura que es material e imperecedera, hasta que se demuele. Y que al contrario, ciertos espacios y edificios, por modestos que sean, cargados de significación por evocar con nitidez a quienes alguna vez los habitaron, son deliberadamente preservados para el beneficio de su recuerdo en la posteridad.
Nuestro amigo murió hace ya largos años, dejando tras de sí esa casa en ese magnífico paisaje. La casa, intacta, repleta de los recuerdos tangibles de su persona, permaneció siempre abierta para sus amigos. Ahí cada uno de nosotros pudo reencontrarse a su manera con la mágica y austera soledad que dio origen a ese lugar, y ahí también nos reunimos todos cada año a homenajear al amigo en el aniversario de su partida. Ahora, finalmente, la propiedad se deshace, y la modesta casa de seguro desaparecerá para dar paso a una de esas enormes y fastuosas mansiones citadinas que en el último tiempo aterrizan frente a las costas chilenas. Me apena ver partir una pequeña y antigua obra mía, que algo de mi voluntad está ahí; pero mucho más me apena ver partir un trozo de nuestras historias compartidas, ahí donde la vida, la arquitectura y la amistad fueron una sola cosa.