Hay dos tesis que se sostienen mutua y porfiadamente. La primera imputa una extrema polarización a la sociedad chilena, un agotamiento del orden institucional y la necesidad de imponer soluciones expeditas sin recorrer el empinado camino de los acuerdos. La frase "dentro de los límites de lo posible", que apunta a la esencia de la política democrática, habría dejado de ser operativa en nuestra polis.
Esta tesis fue refutada en la práctica el domingo antepasado mediante el voto masivo, la institucionalidad de las primarias y la voluntad de elegir entusiastamente y en paz.
La segunda tesis proclama algo todavía más radicalmente equivocado: que la calle (esto es, el movimiento social, el malestar o la protesta) se habría impuesto a la tecnopolítica y estaría a punto de remover los componentes expertos de la gestión pública. Se anunciaría así el fin de un ciclo y la inauguración de una nueva fase histórica.
Me permito discrepar de esta tesis, descaminada como otras de similar factura: el fin de las ideologías, del capitalismo, del Estado, de la historia, de las burocracias o de las élites. Como sus predecesoras, esta tesis confunde fenómenos de coyuntura -desconfianza en la política, oscilantes resultados de encuestas, necesidad de reformas- con tendencias subterráneas de más largo aliento en la organización de la economía, la política y la cultura.
¿Alguien cree seriamente que las redes expertas están en retirada y el vacío que dejarían tras de sí será llenado por las redes sociales? ¿Que la elaboración de políticas públicas pasará ahora a manos de la gente en la calle y no seguirá radicada en comisiones de especialistas convocadas por las y los candidatos presidenciales, compuestas casi exclusivamente por PhD o MA, alto clero académico, tecnopols y asiduos visitantes de Google Scholar? ¿Puede sostenerse con algún viso de realismo que la gestión burocrática de las organizaciones -el Estado, las empresas, universidades, hospitales o ejércitos- decrece actualmente en intensidad en vez de aumentar en extensión y profundidad? ¿O bien que el conocimiento especializado estaría retrocediendo frente a una mayor gravitación de elementos carismáticos, de control comunitario y contenido local e idiosincrásico? ¿De verdad basta con Twitter y Facebook para alimentar una auténtica deliberación democrática?
Al contrario, la evidencia -y el sentido común- apuntan claramente hacia un sostenido incremento de procesos de tipo weberiano: tecnificación de las decisiones, intelectualización de la división del trabajo de dirección política, penetración del conocimiento avanzado en la gestión pública, profesionalización de los debates, racionalización de la deliberación pública, desencantamiento del carácter mágico del poder, calculabilidad de los comportamientos y sistemas, preparación especializada del personal administrativo.
Más bien, cabe constatar que la calle -como tantas veces ha ocurrido en la historia y en nuestra propia trayectoria republicana- está siendo transformada en discurso académico y comienza a ser utilizada por sectores intelectuales para justificar su propio acceso a, y ascenso dentro de, las redes del poder. No son los protestantes sino quienes los interpretan desde la cátedra los que ganarán posiciones al imponerse como sus representantes y tutores.
No digo con esto que la calle desaparece, igual como no desaparecen los motivos que la agitan, las reivindicaciones que la recorren o las utopías que de ella emanan. Digo simplemente que en nombre de la calle, cabalgando sobre la ola del fervor comunitario, populista y confrontacional, se abren paso nuevos grupos expertos que afirman su derecho a ser reconocidos como parte del establishment y retribuidos con las ventajas del poder. Así ocurre siempre: a una élite la sucede la siguiente en una carrera incesante por renovar el vértice de la sociedad.
Resulta ingenuo por lo mismo imaginar que la calle podría hacerse cargo mañana de la dirección de la sociedad civil o de la alta gestión del Estado. Nunca sucede así, ni siquiera tras las revoluciones más radicales. El análisis histórico enseña que son los nuevos expertos, tecnócratas, profesionales, planificadores, comunicadores, operadores y cuadros de dirección -abogados, economistas, cientistas sociales, filósofos, ingenieros, analistas simbólicos y publicistas- quienes llegan a la cima y modifican la membresía, ideología y estilo de las élites.
En suma, si hoy algunos revolucionarios de cátedra muestran tal grado de entusiasmo y aquiescencia frente a la voz de la calle no es por mera convicción u oportunismo, sino porque dicha voz podría ser una útil palanca para apurar cambios en las esferas del poder tecnoburocrático, del conocimiento experto y de la formulación de políticas públicas.
La democracia, bien lo sabían Weber y Michels, es siempre -además de un régimen de convivencia política para cambiar lo posible dentro de lo posible- una interminable disputa entre élites incumbentes y contendientes en el campo de los saberes técnicos y la conducción y gestión de la polis.
Es de esperar que, si les llega la hora, estas élites emergentes sepan hacerse cargo de la gobernabilidad del país y no solo actúen como portavoces de la calle.
José Joaquín Brunner
Ex ministro de Estado y académico UDP