Todas las pasiones se han desatado sobre la tranquila comuna de Providencia. La alcaldesa y sus adherentes están tan apurados en cambiar de nombre a la avenida 11 de Septiembre, que no tienen ni tiempo para hacer una consulta ciudadana. Los partidarios del antiguo régimen, en cambio, defienden el nombre e invocan la necesidad que tiene todo país de conservar su historia.
Se podría haber invocado el ejemplo de la izquierda argentina, que luchó denodadamente hasta conseguir que el 24 de marzo, día del golpe militar de 1976 contra Isabelita, la viuda de Perón, fuese declarado "Día de la Memoria". Ellos saben que "recordar" no es lo mismo que "celebrar", y quieren mantener viva esa fecha para que nadie olvide lo que pasó.
El tema es difícil y no debe sorprendernos que algunos quieran resolverlo de manera rápida y con brocha gorda.
Numerosos chilenos recuerdan con alivio y agradecimiento el 11 de septiembre de 1973. Para ellos, esa fecha puso fin a tres años de angustias, que comenzaron el 4 de septiembre de 1970. Durante ese tiempo, vieron cómo el país se caía a pedazos y se tornaba cada vez más incierta la posibilidad de vivir un futuro con las mínimas libertades. Por eso, quieren mantener el nombre de la calle.
Para otros, tan chilenos como los anteriores, las cosas se presentan exactamente al revés. En sus vidas, el 11 de septiembre puso fin al más hermoso de sus sueños y lo transformó en una pesadilla. Conservar ese nombre implica para ellos traer constantemente a la memoria una multitud de recuerdos ingratos.
El debate que enfrenta hoy a Providencia es un episodio más de una guerra donde se juega la interpretación de nuestro pasado, es decir, de nuestras vidas.
Si mantenemos el nombre de la calle, una parte de los chilenos se sentirá excluida. Pero si lo cambiamos, sucederá lo mismo con la otra. En uno y otro caso, será la "Avenida de la Exclusión", que es el modo en que, desde hace medio siglo, venimos resolviendo nuestras diferencias. Parece que siempre habrá unos chilenos en el exilio, o en la cárcel, o simplemente que están de más: solo cambia su signo ideológico.
Esta disputa no termina, solo cambia el escenario. Puede ser o una calle, un museo o una mesa que perteneció al general Pinochet, pero el fondo es siempre el mismo: sacar de nuestra vista lo que nos incomoda. Los chilenos nos sentimos tan inseguros que no somos capaces de presentar la realidad con todas sus complejidades, con sus infinitas facetas y contradicciones. Preferimos el relato fácil, que tiene la ventaja de dejar a los otros sumidos en la penumbra: son los malos, y a los malos no se los entiende, se los combate.
¿No habrá otro modo de ver las cosas? ¿No podríamos tener una calle que no signifique negar la historia, pero que, al mismo tiempo, no implique desalojar a unos o a otros de nuestro horizonte? ¿Cómo conseguir que la calle represente a los chilenos del 11 de septiembre sin excluir a los del 4 de septiembre?
¿No podríamos hacer un esfuerzo, un ejercicio quizá doloroso de apertura, y empezar a llamar a esa vía simplemente "Avenida de Septiembre"?
No se trata de "un" septiembre (unas veces del gusto de la izquierda, otras de la derecha), sino de "todos" los septiembres que componen nuestra historia: el 4, el 11, el 18 y el 19.
Puede que esta solución no deje a nadie eufórico. Ninguno tendrá la satisfacción malsana de ver a su enemigo retorcerse de rabia a sus pies, pero al menos nos dejará tranquilos, con la conciencia de haber hecho algo bueno por la patria. De paso, sería una buena señal acerca del valor de los medios políticos de convivencia.
Estas semanas hemos visto cómo, en las generaciones jóvenes (y no tan jóvenes), muchos se han dejado apresar por la lógica del odio y la discordia, por las simplificaciones fáciles e injustas. Esas conductas son comportamientos heredados; muestran que los corazones de los mayores distan mucho de estar en paz.
En cambio, una medida como esta implica mirarse a la cara sin capuchas (las hay de todos los signos), reconocer al otro, y entender que nuestro adversario (militar o mirista) tiene una lógica detrás de su conducta, y no es un marciano sanguinario bajado de un ovni para destruirnos. Es necesario comprender que se trata de un hombre o una mujer que, simplemente, tiene una historia distinta de la nuestra.
Acuerdos como este permitirían recordar que, afortunadamente, existe una forma modesta pero hermosa de entenderse con el distinto: se llama política. Ella permite que el distinto deje de ser distante. No está de más tenerlo presente en el día de las primarias, que marcan el comienzo de una campaña presidencial que promete ser especialmente dura.