Lo más notorio de esta semana fueron las vacaciones de la ministra de Educación.
Mientras las calles estaban anegadas de estudiantes, los colegios y universidades en toma, y la ciudadanía en vilo (algunos por miedo a los desórdenes, otros por adherir a la protesta), la ministra de Educación decidió tomar vacaciones en Europa.
A primera vista, el asunto no tiene nada de sorprendente ni de malo. Después de todo -fue lo que salió a explicar el ministro Chadwick-, el Gobierno es un equipo, un grupo de personas cohesionadas en medios y en propósitos. Y ellos suplían perfectamente la carencia ministerial. Tampoco había crisis -continuó el ministro-. ¿A qué venía entonces el escándalo?
Suena sensato; pero para desgracia de la ministra, no lo es.
Y es que el incidente pone de manifiesto algunas de las características culturales con que la derecha asume la función pública.
Desde luego, el caso Schmidt muestra una particular manera de jerarquizar los asuntos públicos y los propios. A la hora de entrar en conflicto el interés privado y los asuntos públicos no parece haber dudas: hay que preferir el interés privado. No es una elección idiosincrásica de la ministra ni un fruto de su carácter moral, es un patrón habitual en el sector. Fue el caso del Presidente Piñera aferrándose hasta la hora undécima a sus negocios y a sus empresas; fue el caso de Golborne yendo al Mundial de Sudáfrica; fue el caso de Fernando Echeverría que entre el sudor de la intendencia y sus negocios, volvió a sus negocios; y es el caso de la ministra Carolina Schmidt quien, entre el fulgor de la calle y la primavera europea, prefirió esta última.
En sus "Discursos", Maquiavelo dice que el gran político es aquel que ama más a su patria que a su propia alma, quien a la hora de escoger entre condenarse él y salvar a la comunidad o condenar a la comunidad y salvarse él, elige siempre a la comunidad.
No es -claro está- el caso de Piñera aferrándose a sus negocios, de Golborne viajando al Mundial, de Echeverría volviendo a su empresa, de Schmidt yendo a Europa. Todos ellos en algún momento enarbolaron la máxima: entre mis intereses y los ajenos, prefiero mis intereses.
Pero el incidente de las vacaciones no solo muestra la manera en que la derecha jerarquiza los deberes públicos y los privados.
Todavía muestra algo peor.
El contraste entre los cientos de muchachos que sienten que están empujando una epifanía, moviendo la esfera pública hasta el borde mismo de la justicia (y que por eso arriesgan tomarse escuelas y marchar) y la actitud de la ministra de Educación que no advierte nada de eso, para quien estos días transcurrieron como cualquier otro, sin epifanía alguna, salvo la que procuraba la incertidumbre alegre del viaje europeo, muestra la peor de todas las distancias entre el Gobierno y la gente: la distancia emocional. No es muy difícil imaginar el abismo que percibieron los jóvenes entre ellos y la ministra cuando se enteraron que lo que los aguijoneaba a ellos no le impedía a ella irse de vacaciones.
¿No es esa distancia -esa incapacidad de situarse verídicamente en el lugar del otro- también la causa de la baja popularidad del Presidente? El caso Schmidt repite un patrón que ha acompañado a este gobierno como si fuera una sombra: la incapacidad de empatizar, la incapacidad de ponerse siquiera imaginariamente en los zapatos ajenos, en el lugar de esos cientos de jóvenes que sienten de veras que su esfuerzo está doblando una página de la historia. ¿Habrá mayor disonancia que la que se produce entre quienes sienten que empujan un momento histórico (los estudiantes) y quien siente que estos días fueron el tranquilo transcurso de unas vacaciones europeas (la ministra)?
El caso Schmidt muestra mejor que ningún otro el problema de este gobierno (y de la mayor parte de la derecha).
Ese problema no consiste en la falta de eficiencia ni en la poca disposición al trabajo ni en la probidad.
No.
Consiste en la distancia emocional, la distinta manera de percibir los acontecimientos y la urgencia de la hora.