Hace pocos días llegó a mi correo un mensaje titulado “S.O.S.” Lo transcribo:
“Vivo en Puerto Varas, ciudad tranquila y apacible pero muy turística, ubicada en la Región de los Lagos. Hace un par de meses nos enteramos del proyecto de construir un mall en nuestra ciudad, cosa que nos alegró, porque siempre es bueno crecer como ciudad, y con la competencia del comercio ganamos los consumidores. El proyecto se veía bien, un edificio de dos pisos con jardines y áreas verdes que hasta entonces se mostraba armonioso. Ha pasado el tiempo y en estos momentos nos encontramos con una mole de cemento muy alta que se instaló en el pequeño centro de nuestra ciudad, que además tapa completamente nuestra Iglesia "Sagrado Corazón de Jesús", que por siempre ha sido la postal que la caracteriza ante tantos turistas nacionales y extranjeros. Gran parte de los ciudadanos no estamos de acuerdo con esto, porque además se sale de toda la armonía que tiene Puerto Varas, entre rosas, el Lago Llanquihue, volcanes y construcciones, la mayoría en madera de alerce. Hemos tratado de hacer escuchar nuestra opinión en los medios de comunicación locales, pero lo único que vemos es que esta mole sigue creciendo. Me gustaría saber su opinión y si aún podemos hacer algo por nuestra ciudad y ser escuchados, ya que no siempre el desarrollo es ir invadiendo y modernizando ciudades”.
Junto con las imágenes del proyecto, es una carta profundamente perturbadora. Por una parte, confirma que ya ningún lugar de Chile, por extraordinario que sea, está a salvo del apetito voraz de gestores inmobiliarios que repiten ad nauseam un idéntico modelo de negocio por todo el territorio (en este caso, se trata de los mismos empresarios del Mall de Castro), animados por autoridades pusilánimes y completamente ignorantes de modelos más apropiados y virtuosos, por la completa falta de participación ciudadana informada y oportuna, por las pésimas normas y ordenanzas de que somos víctimas –porque favorecen exclusivamente el desarrollo económico pero no el comunitario– y por arquitectos mediocres e inescrupulosos. Por otra parte, revela la que sospecho es la verdadera sensibilidad de buena parte de la población: que junto con una legítima aspiración de progreso, bienestar y modernidad, existe un profundo aprecio por los valores culturales identitarios, por el paisaje y las tradiciones, incluso por la buena arquitectura como un valor agregado al potencial económico de la comunidad. Los ciudadanos no quieren ya más arrogancia disfrazada de bendición, sino proyectos de desarrollo urbano sensatos y responsables. No es mucho pedir en un país que se jacta de civilizado, ¿no?