Entre otros muchos y muy operativos conceptos -porque esto es lo propio de los intelectuales de talla: aportar ideas que ayuden a pensar el mundo, esto es, a entender sus cambios y no únicamente a denostarlos, que es lo que suelen hacer los intelectuales conservadores-, Pierre Bourdieu acuñó la noción de "habitus". En su
Esbozo de una teoría de la práctica , Bourdieu lo define como "un sistema subjetivo pero no individual de estructuras interiorizadas, esquemas de percepción, de concepción y de acción, que son comunes a todos los miembros del mismo grupo o de la misma clase y constituyen la condición de toda objetivación y de toda apercepción". Trabajo de inculcación y de apropiación, el habitus es lo que explica que el conjunto de las prácticas y de las percepciones de determinada clase o agente social sean a la vez sistemáticas, durables y distintas de las prácticas y percepciones de otras clases o agentes sociales.
Pues bien, yo pienso que en el habitus de la pequeña burguesía o, para llamarla con un término más a la moda, de la clase media -que parece llevar hoy día el viento en popa-, existe una noción de cultura heredada de la otra burguesía, la grande, la original -en la que actualmente es de muy mal gusto reconocerse, sobre todo si se tienen ambiciones políticas-, únicamente como producción de saber -de conocimiento y belleza, pues ese saber incluye al arte- y de los productores de cultura como una categoría social privilegiada, capaz de entrar en contacto, de producir o reproducir ese conocimiento y esa belleza. Los intelectuales son, según esta idea -Dios, y los conservadores, me libren de escribir "ideología"-, unas especies de clérigos, como los definió Julien Benda -famoso intelectual conservador francés-, una casta de seres excepcionales dedicados al conocimiento y a la difusión de la verdad. La cultura sería, pues, asunto de unos pocos. De esos privilegiados que conocemos como "intelectuales". El resto, el colegio, la universidad, la práctica de una profesión -y la conquista de posiciones sociales que esa práctica supone- es asunto de educación, no de cultura. La idea de que la cultura y la educación, si bien se tocan, son dos realidades distintas, también forma parte del habitus de nuestros dirigentes.
El problema es que esta concepción es desmentida cada día en nuestras sociedades modernas. Basta con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que las actividades vinculadas a la producción y distribución de conocimiento son abrumadoramente mayores que las relacionadas con la producción de bienes físicos. El nuestro es un mundo de "intelectuales específicos", como dijo Foucault que seguía en esto la noción gramsciana de "intelectuales orgánicos", entendidos como todos aquellos que en una sociedad tratan de persuadir, influenciar o modificar la manera de actuar o de pensar de otros, ya sea en la esfera económica o política (un publicista, un abogado, un político, es un intelectual con la misma propiedad que lo es un profesor o un artista).
En otras palabras, la idea de que la educación sirve sola y únicamente para conquistar posiciones en el mercado de trabajo es absolutamente falsa. En ella reposa otra falacia que más que una idea es una verdadera excrecencia del pensamiento ultraconservador y que ha aparecido últimamente como un intento de articular un discurso ante las agitadas aguas sociales, a saber: la de que la educación es un bien de consumo más. La educación permite acceder al mundo de la cultura, es decir, de la abstracción y ocupar los múltiples estatutos que son los del intelectual en nuestras sociedades modernas. Y todos sabemos que una sociedad en la que el acceso a la representación simbólica -o sea a la educación y la cultura- se vende, igual que un yate o un palacio, no es una sociedad, es un campo de batalla. Lamentablemente para algunos, el vínculo social existe y en él, el acceso a la representación simbólica es tan importante como el precio del pan. 1789, Francia; 1917, Rusia; 1959, Cuba... ¿sigo?
Mientras sigamos viendo la educación separada de la cultura y a los intelectuales separados del resto de la sociedad -mientras nos sigamos concibiendo como una sociedad de príncipes y mendigos- seguiremos pensando el mundo en términos arcaicos o, lo que es lo mismo, seguiremos pensando y proponiendo soluciones para un mundo que, por fortuna, ya no existe.