He visto cosas. He visto a un hombre con síndrome de down tocar la batería en un grupo de rock. He visto, en un pueblo de la Patagonia, a una mujer abrir la puerta del cuarto donde se había ahorcado su hija adolescente -en un período durante el cual, en el mismo pueblo, se habían suicidado otras once personas, todas muy jóvenes-, y decir: "Fue acá". He visto a un hombre con una sola mano hacer magia con un mazo de cartas como si tuviera tres. He visto la casa de un gigante donde los muebles llegaban hasta el pecho. He sido árbitro de fútbol en un partido que jugaba Chico Buarque en Río de Janeiro. He escuchado a una escritora de 90 años hablar de sus experiencias con el Diablo, y a Elsa Bornemann, una de las más grandes autoras de cuentos infantiles de habla hispana, fallecida en mayo de 2013, decir: "Mi papá había quedado hemipléjico y un día la mandó a comprar arenques a mi mamá, se encerró en el baño, y se pegó un tiro (...) Estaba en la bañera, con el agua arriba de la cabeza, para, si le fallaba el tiro, poder ahogarse". He visto, en un manicomio, a un hombre comiendo un enorme trozo de carne cruda. He escuchado, en un leprosario de la provincia de Buenos Aires, a una mujer hablar con nostalgia de su propia nariz y, en una carpa al costado de una ruta, a una gitana de treinta años, Graciela Márquez, relatar su noche de bodas: "Hay mujeres viejas, que están ahí y son las que dicen si la novia fue virgen o no, porque no te pueden cobrar por una novia y que salga mala". He pasado meses entre los judíos más ortodoxos de Buenos Aires y he visto a Moshe Dahan, sofer -escriba- de profesión, transcribir la Torá en letras dibujadas con pluma de ganso sobre papiros de cuero de animal kosher, cosidos con tendón de vaca, y lo he escuchado decir: "Si un sofer hace faltar una sola letra, o si cometió un error y lo ocultó, destruye mundos". He acompañado a cabarets de lujo a una fellinesca troupe formada por una travesti, un transformista, un pastor evangélico, su mujer y sus hijos, y los he escuchado decir plegarias bajo la mirada de clientes atónitos y entre las nalgas metálicas de mujeres desnudas. He visto y he escuchado y he escrito sobre todas esas cosas. A veces me preguntan por qué lo hago, y entonces digo que porque soy curiosa y porque así es como organizo el mundo: así es como le doy sentido al caos. Hace algunos años escribí esto: "(...) yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano. (...) Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir ficción. Yo podría morirme -y probablemente lo haga- sin quitar mis pies de las fronteras de este territorio, y nadie logrará convencerme de que habré perdido mi tiempo". Todavía sigo pensando lo mismo pero, de todos modos, antes o después, alguien suelta la frase:
-Con todas esas historias podrías escribir una novela. ¿Cuándo te vas a animar a escribir ficción?
¿A qué cosas se anima uno? A cosas a las que no se atreve por falta de coraje.
Hablaré por mí, pero diré nosotros: supongo que (aunque la cantidad de escritores que empezaron siendo reporteros es enorme en América Latina: ahí tenemos a García Márquez, para no ir más lejos) pertenezco a una generación de periodistas que no cree que la ficción sea un grial que vamos a alcanzar cuando dejemos de escribir nuestras cositas y confesemos, al fin, "Lo admito: yo solo quería escribir una novela". No se trata, entonces, de animarse (de animarme). Se trata de que esa forma de pensar -el periodismo funcionando como ganapán mientras se espera la consagración con el gran cuento o la novela- remite, quizás, a una idea de castas narrativas que, si alguna vez aplicó, ya no aplica. Yo leo (como tantos otros colegas) más ficción que periodismo. Pero no tengo la vocación de escribirla (así como veo muchas películas pero no tengo la vocación de dirigirlas; así como leo muchos cómics pero no tengo la vocación de dibujarlos). Y, como no la tengo, nunca he sentido que mi imaginación pudiera aportar algo a toda esa realidad desaforada. No creo que la historia real de una escritora de noventa años que detalla sus encuentros con el Diablo, o la de un pueblo patagónico en el que se suicidan doce personas jóvenes en un año y medio, pueda resultar más interesante si se le suman pizcas de ficción o si, derechamente, se usa como punto de partida para construir un mundo imaginario. Otros podrán -y de hecho pueden, y con talento muy monumental- hacerlo: yo no. Porque todas estas historias me resultan interesantes debido a que, precisamente, existen. No se trata, entonces, de animarse (de animarme). Se trata de algo más radical, más hondo, y mucho más irremediable: se trata de que carezco de la vocación necesaria para hacerlo de otro modo. Y por lo tanto (sin hablar de que nada asegura que alguien que demuestre una remota habilidad para escribir periodismo esté dotado, necesariamente, de una remota habilidad para escribir ficción, y viceversa) no me da la gana.