Una respiración entrecortada. Golpes. Agua corriendo. Antes que concluyan los créditos sobre fondo negro, estos materiales sonoros -que se repetirán por todo el metraje- anticipan el espíritu de esta película. En su primera secuencia en cámara, de espaldas, Alejandro (Alejandro Goic) recibe un llamado que agradece secamente, para luego destrozar el teléfono y golpear muros y puertas. Es un hombre violento.
Luego sabemos que también es un hombre ordenado, con una disciplina que se intuye militar: la manera en que dispone sus banderas para ponerlas sobre su casa en un septiembre indeterminado no puede sino proceder de allí.
Es un hombre solo, con una mujer y una hija que no han soportado compartir su vida, que ya no tiene amigos y que depende de un oficio precario como taxista. Y es, por último, un hombre enfermo, con un mal impreciso que lo ahoga, una angustia que viene de otros tiempos y otras circunstancias. Alejandro es un ex agente de la seguridad política, un militar abandonado por sus compañeros y olvidado por la sociedad. Purga una condena que no pasa por ningún tipo penal: la marginación y la culpa.
Para abordar Carne de perro -título similar al de una novela de Germán Marín, aunque nada tiene que ver con ella y más bien se inspira en dos poemarios de Bruno Vidal- hay que moverse al menos en tres planos que la propia película diferencia, aun sin quererlo.
El primero es el del protagonista, una construcción física y psicológica cuya densidad escapa de la propia película. Alejandro Goic compone un personaje macizo, que se expresa con las espaldas, las arrugas, la mirada velada, el silencio infranqueable, la culpa inconfesable. Es justo que diga que Goic es mi amigo, pero espero que esta circunstancia no me restrinja para apreciar que el volumen que confiere a su personaje está entre los mayores que haya visto el cine chileno reciente.
Un segundo plano es el del guión, una estructura bien armada, sistemática y progresiva (aunque lo que avanza en información no progresa mucho en dramatismo), a la que, sin embargo, hay que atribuirle casi todas las más flagrantes simplificaciones de la película: la obsesión con la limpieza y el agua (llaves, duchas, piscinas, mar), una traducción muy basta del sentimiento de culpa; la crueldad con el perro, seguida de su cuidado, tal como haría un torturador con su víctima; las referencias a los nazis, la ceremonia evangélica donde se clama "sí al perdón, sí al olvido", y así por delante.
Por fin, y como siempre, está el problema de la dirección. Guzzoni encuadra a su protagonista en primeros planos cerrados, a menudo por la espalda -muy Dardenne- y literalmente no lo deja respirar, como si estuviera asediando a una presa. La estética del fragmento sustituye a la del espacio y del contexto, y el espectador queda sin ninguna libertad para evaluar los hechos por sí mismo. Carne de perro es una película importante, quizás necesaria, pero lo sería más si no se sintiera tan cautiva de sus propias certezas.
CARNE DE PERRO. Dirección: Fernando Guzzoni.Con: Alejandro Goic, Sergio Hernández, Amparo Noguera, María Gracia Omegna, Alfredo Castro. 77 minutos.