Michelle Bachelet integró al Partido Comunista a su comando y grupos programáticos. Su única declaración a la salida fue que su campaña no se había izquierdizado, sino hecho más ciudadana. La decisión puede haber sido acertada, pero su explicación nos trata a sus potenciales electores futuros como si fuéramos niños que no entendemos nada.
En su discurso del 21 de mayo pasado, el Jefe de Estado reconoció y elevó a problema nacional el descenso en la natalidad: Aplausos por ello; pudo haber dicho que la prolongación del posnatal, ya aprobado, era una medida efectiva para combatirla, pudo añadir el anuncio de medidas de fomento para compatibilizar trabajo y crianza, ayudas escolares, guarderías infantiles y otras. Prefirió, en cambio, anunciar un bono de cien mil pesos por el tercer hijo, lo que solo puede explicarse como un proyecto facilito, para el aplauso de la galería, a la que se le supone incapacidad de entender cosas complejas.
Incorporar a todos los niños al kínder es otra meta laudable anunciada. Para atraer a ese porcentaje de niños vulnerables que aún no acceden a él, y hacer que la medida de verdad acorte las brechas de desigualdad entre nosotros, es indispensable mejorar los estudios de educación parvularia, proveer recursos para construcción de salas y material didáctico, y planificar el despliegue de otros esfuerzos igualmente complejos y desafiantes. Nuestro Presidente propuso, en cambio, que la Carta Fundamental, ya llena de mamarrachos y adefesios, agregue otro más que es enteramente impropio en ese texto: la obligatoriedad del kínder. Puro facilismo, pura imagen.
La demagogia de la que padece la política chilena no radica tanto en promesas desmedidas por lo imposible de su cumplimiento, como en su falta de contenido; en su exceso de confianza en la imagen, y en la ambigüedad y facilismo de un discurso que nos trata a electores y ciudadanos, no como seres dignos de rendirles cuentas o explicarles cosas complejas, sino como auditorios intelectualmente minusválidos.
Se me dirá que las elecciones se ganan con imágenes y no con programas. Puede ser, pero así no se legitima la política, no se profundiza la democracia y tampoco se inician gobiernos capaces de imponer sus agendas.
Los huevos y escupos de esta semana, inéditos en la historia de recientes campañas, no son actos homicidas de fanáticos desquiciados, sino fenómenos que apenas sobresalen o sorprenden en un ambiente enrarecido, en que está más legitimado el uso de esa violencia leve, que repudia a los líderes políticos por medio de gestos que atentan no contra su integridad física, sino que buscan golpearlos en la dignidad y prestigio con que ellos quieren mostrarse.
Cada uno buscará explicar las causas de este fenómeno del modo que más le convenza o convenga para llevar agua a su molino. Se ha perdido el sentido de autoridad, dirán los conservadores, marcando la crisis de la familia y sus valores. Son las manifestaciones inevitables de un país escindido y desigual, dirán los progresistas. Es el individualismo propio de una sociedad de consumo que no entiende la acción colectiva, enfatizarán los nostálgicos.
Es probable que la violencia leve que hemos presenciado esta semana, que esos actos de repudio destinados a desacreditar y a dejar en la indignidad, y, sobre todo, que el clima que los hace más probables de ocurrir ahora de lo que era antes, esté causado también, y en parte, por la rabia de adultos que son tratados como niños. Es posible que nuestra política, tentada de presentarse como leve, con la esperanza de ganar adeptos, esté también entre las causas de un ambiente de rabia, en la que apenas sobresalen los huevos y escupos de esta semana.
Una mejor educación cívica podría ayudar contra huevos y escupitajos. La más relevante no es la que hagan los profesores en sus aulas; sino la que, a diario, pueden impartir autoridades y candidatos, a condición de que le pongan alguna densidad al debate; la misma densidad que hace digna a la política.