¿Es incorrecto hacer chistes sobre el Holocausto, como el que acaba de hacer un humorista en Chilevisión?
A primera vista, no.
En las sociedades democráticas las personas gozan de libertad de expresión, es decir, de la posibilidad de manifestar mediante actos lingüísticos o de otra índole qué piensan acerca del mundo y qué opinión les merece lo que allí ocurre. Y esa libertad no solo alcanza al discurso político, científico o cultural. También incluye otros discursos menos glamorosos, pero más populares, como el humorístico o el satírico.
En suma, gozan de libertad de expresión los filósofos y los payasos: la democracia, a la hora de la libertad, no es capaz de distinguir entre ambos.
Freud (uno de los mejores recopiladores de chistes sobre judíos, y judío él mismo) llamó además la atención sobre una de las funciones latentes del humor: se trata de un mecanismo que la mayor parte de las veces, explicó, es sustituto de la agresión, una forma sublimada de mostrar oposición y desacuerdo. El humor contra los grupos minoritarios sería así una forma de aceptarlos. Él permitiría limar las características que a los seres humanos se antojan, al primer vistazo, amenazantes o difíciles de aceptar.
Por eso no tiene sentido, ni es conveniente, prohibir el discurso humorístico acerca de las formas de vida o las creencias. Hay otra razón. Si se permitiera que los diversos grupos (étnicos, religiosos, las minorías sexuales o cualquier otra) esgrimieran sus costumbres o su trayectoria vital como límites del discurso en la esfera pública, entonces esa esfera arriesgaría quedar inundada de silencio. Cada persona o grupo tiene creencias, costumbres y hábitos que considera valiosos y que los otros grupos miran con ironía y con distancia. Si erigiéramos a esas creencias, costumbres y hábitos en límites del discurso ajeno, estrecharíamos demasiado el ámbito de lo que podríamos decir.
¿Significa lo anterior entonces que los chistes que ese humorista, emboscado tras un disfraz de lagarto, hizo a propósito del Holocausto no debieran dar lugar a queja o sanción alguna?
No, en absoluto.
Porque en ese caso no se trataba de ironizar o reírse de las formas de vida ajenas.
Uno de sus chistes ("¿Qué culpa tiene un judío de ser más combustible que la leña?") no era acerca de la forma de vida de los judíos, sus costumbres o sus creencias (en ese caso habría sido legítimo aunque a sus destinatarios les resultara molesto), sino que se refería al crimen del que fueron víctimas: el asesinato de millones en hornos y cámaras de gas. Y lo que el humorista hace con ese crimen es banalizarlo, transformarlo en una cuestión ligera, desprovista de todo escándalo o peso moral, algo, en suma, similar a una cachetada de payaso o una caída accidental.
Chistes sobre crímenes los hay, por supuesto, y casi ninguno suscita la repulsa o la repugnancia (como sí ocurrió en cambio con el chiste de Murdock). Y ello se debe a que en esos casos el humor es usado para denunciar los crímenes y subrayar su increíble inhumanidad, y no para banalizarlos. Así ocurre, por ejemplo, con un par de chistes de Parra escritos en plena dictadura. Uno: "De aparecer, apareció / pero en una lista de desaparecidos". El otro: "Ciento dos civiles en un cajón / ¿cuántas patas y orejas son?". La diferencia entre estos chistes y el que profirió el humorista tras la marioneta no está en el talento inconmensurable de Parra, frente al cual el titiritero de Murdock desaparece, sino en la diversa índole del chiste en uno y otro caso: mientras Parra usa el humor para denunciar una verdad que nadie se atreve a decir, el chiste sobre el Holocausto de Murdock hace justamente lo opuesto: al reírse del Holocausto borra o empequeñece su carácter de crimen. No ironiza sobre la forma de vida de los judíos, banaliza su asesinato a escala industrial.
Y es inaceptable que se use un bien público (el espectro radioeléctrico) para disminuir, hasta la insignificancia de un mal chiste, un crimen -la Shoa- que ha llegado a ser el paradigma de lo que no puede ser descrito.