Steven Soderbergh, uno de los cineastas estimables del cambio de siglo, al que se deben cosas como Sexo, mentiras y video y Traffic, ha anunciado su retiro después de esta película, para buscar una nueva libertad fuera de los codiciosos estudios de Hollywood. Esto resulta poco verosímil para alguien que comenzó a filmar a los 22 años, pero quizás Efectos colaterales aporte algunas pistas.
El comienzo presenta las trazas de algo violento: una silla caída, huellas de sangre, un regalo sin abrir. Sin más, salta hasta tres meses antes, cuando Emily Taylor (Rooney Mara) va a buscar a su marido Martin (Channing Tatum), que sale de la cárcel. Ella parece deprimida y, tras lo que se presenta como un intento de suicidio, es atendida por el doctor Jonathan Banks (Jude Law). Intrigado por la falta de respuesta de Emily a los medicamentos, Banks consulta a la tratante anterior, la doctora Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), que ya le dio otros fármacos años atrás.
A partir de este punto, la película se interna en ese pequeño infierno que son los antidepresivos. Este es un mundo estimulado por los laboratorios, pero también por esa obsesión contemporánea de sentirse bien, dormir mejor, tener más ánimo. Es un mundo de pastillas y marcas que cargan con sus contraindicaciones y sus efectos colaterales.
Y parece que la película fuese a explorar en esto, pero, antes de la mitad, un suceso violento –el de los planos iniciales– la lanza en una dirección totalmente distinta, un giro abrupto que la sitúa, por así decirlo, detrás de ese mundo. De pronto, el centro ya no es la paciente depresiva Emily, sino el doctor Banks, que descubre que otro de los efectos colaterales del universo de los antidepresivos puede ser la manipulación de tales efectos.
Hay en todo esto un cierto eco de Hitchcock: las torsiones psíquicas, clínicas y morales, la atención aguda hacia los detalles físicos y sobre todo la idea del “falso culpable”, el sujeto acusado por las razones equivocadas.
Soderbergh filma de una manera notable. Sus encuadres son tan precisos, que a menudo no requieren más que mínimos movimientos, casi nada de acción. Las tensiones de los personajes y de la intriga se expresan dentro de la posición de la cámara y estallan con un montaje violento y exacto. Nunca desperdicia un espacio, nunca pierde un recurso sonoro.
Pero esta intriga funciona, a fin de cuentas, sobre la base de una trampa: todos mienten, todos ocultan algo, y el espectador se ve continuamente conducido a callejones ciegos. La mecánica de la historia es una sucesión de simulaciones, que es lo que la industria de Hollywood suele confundir con suspenso.
Efectos colaterales es una película sobre la simulación y el crimen inteligente, pero para llegar a serlo se hace parte no de la inteligencia, sino que de las imposturas. Es un problema serio para una cinta planteada y dirigida seriamente. Y, desde luego, no es la mejor manera de cerrar una carrera memorable