Escribí a mediados de abril una columna sobre el peligro de los ciclistas en las vías públicas de la ciudad de Santiago. Me han bombardeado del público. Y estoy orgullosa de ser vocera de los indignados.
Sucede que tengo recados del público para los señores alcaldes. Aquí van:
-Los peatones: cuentan que son arrollados o aterrorizados o simplemente alterados de los nervios por la súbita aparición de bicicletas en las veredas. Su gran pedido es que el público recuerde que ellos tampoco contaminan y que nadie los respeta porque no tienen la velocidad del ciclista.
-La tercera edad: dice que se han adaptado a muchas cosas, bocinas, alarmas, choques, insultos inapropiados a los oídos de gente que vivió otra cultura, pero que no pueden seguir siendo "atacados", "empujados", "arreados" por los ciclistas. Recuerdan que hoy son un mercado importante en muchas comunas, que les hacen cursos y les tienen proyectos especiales, pero su seguridad en la calle no parece importarle a nadie.
-Los jóvenes: entienden que las ciclovías demorarán un tiempo en realizarse, pero no pueden aceptar que los carabineros no controlen a los ciclistas. Piden que, por favor, sea obligatorio el uso de chaquetas fosforescentes (amarillas o naranjas) o con resplandor nocturno para aumentar la seguridad de peatones y conductores de autos, sobre todo en la mañana temprano o en la noche.
-La Asociación de empleadas domésticas: recuerda a las municipalidades que ellas trabajan en barrios lejanos a sus hogares y no pueden usar la bici, pero son constantemente maltratadas por niños del barrio alto que, en horas de alta densidad, van a sus colegios o universidades y no respetan a estas pobres mujeres que ya llevan dos horas desde que salieron de sus casas.
Solo para mantener mi postura que la salud mental le importa poco a este Santiago querido y que la gente está crispada y se siente vulnerable, porque aquello de la "civilidad" que existe en otros países, donde vivir juntos y ser ciudadanos tiene un valor, no está presente en el convivir de los santiaguinos.
Una pena, es nuestra casa y la de nuestros hijos.