¡Los bancos no abusan! -exclamó Jorge Awad, presidente de la Asociación de Bancos.
Y tiene toda la razón.
Los Bancos son una entidad abstracta, una entidad meramente convencional que, como el mercado, la Iglesia o el Estado, carece de propósitos, intenciones, voluntad, deliberación o cualquier otra forma de subjetividad ¿Cómo podrían, pues, abusar? Jorge Awad tiene, no cabe duda, toda la razón.
Los bancos no abusan.
Los que abusan son los banqueros. Y ese es el problema.
A pesar de las apariencias, el capitalismo necesita unas mínimas reglas morales para funcionar bien. Sin esas reglas, que sujetan el apetito de los seres humanos (los únicos seres que porque pueden elegir, pueden ser reglamentados), tarde o temprano se va al suelo, se desprestigia y pierde toda legitimidad. Por eso, cuando Max Weber describió el espíritu capitalista, detectó en sus orígenes una cultura que, en apariencia, estaba muy lejos de lo que él parecía requerir. La destrucción creativa del capitalismo, el dinamismo que le brota por todas partes (y que mereció incluso los elogios de Marx), parecía requerir sujetos dispuestos a saltarse todas las reglas con tal de ganar en cada intercambio y así acumular. Pero no era eso lo que la investigación histórica permitía observar, dijo Max Weber. El calvinismo que acompañaba el origen del capitalismo, cultivaba la contención de los apetitos y no su desmesura; el cumplimiento riguroso de los preceptos en vez de su trasgresión; el esfuerzo propio y no la mera explotación del ajeno; la escrupulosa honradez y no la trampa; el ahorro ascético en vez del consumo conspicuo; la transparencia en vez del secreto.
En suma, en el origen del capitalismo habría virtudes morales.
Por supuesto ninguna sociedad espera que esas virtudes morales que hacen posible el mercado capitalista se cumplan por sí solas o espontáneamente. Las sociedades logran imponer esas virtudes mínimas gracias al derecho. El derecho dota de coactividad a esa moral mínima que hace que las sociedades funcionen razonablemente y que la gente, en el largo plazo, confíe. Esa es la razón de por qué la economía neoinstitucional ha insistido tanto que la existencia de buenas reglas e instituciones es tan importante para el bienestar social, o incluso más, que las riquezas naturales.
Por eso Jorge Awad se equivoca medio a medio cuando se queja y se hace el ofendido porque el gobierno hace valer la ley de protección a los consumidores. Y hace además el ridículo cuando declara a voz en cuello que ¡no va a aceptarlo! (¿Va a declarar acaso la desobediencia civil por razones comerciales? ¿Hará objeción de conciencia?). Las leyes de protección a los consumidores son la regla general en el Derecho comparado y a casi todos los países les repugnan las cláusulas abusivas, esas cláusulas (como dijo a fines del diecinueve el Código Civil alemán) que explotan la inexperiencia, la ligereza o la necesidad del otro contratante.
También se equivocan quienes insinúan que porque la gente pide reglas contra los abusos, se principian a deteriorar las bases del sistema. Un capitalismo sin reglas, o con reglas débiles, o con reglas mal diseñadas, no se llama capitalismo, recibe el nombre de mercantilismo o piratería. Rebelarse contra los abusos no es, pues, algo revolucionario es simplemente un asunto de cordura (Ortega y Gasset decía que las revoluciones se hacen contra los usos, no contra los abusos).
No hay caso.
Cuando se deja al mercado capitalista entregado nada más que al combustible de la ambición, los problemas brotan a cada paso. El ánimo innovador de los emprendedores se desliza hacia la transgresión; el apetito de ganancia se transforma en codicia; el propósito de disminuir los costos de transacción se traduce en falta de garantías; y la defensa de los bancos, como la que llevó adelante Jorge Awad, se convierte en otro abuso, pero esta vez de la paciencia y de la racionalidad.
Es la paradoja del capitalismo.
Para que funcione hay que protegerlo de los capitalistas.