Entre 1978 y 1979, el antropólogo británico Nigel Barley pasó dieciocho meses con la etnia de los dowayo, en Camerún y escribió, acerca de esa experiencia, un libro tan bueno como desopilante llamado El antropólogo inocente (que publicó Anagrama en 1989 y que va por la edición número veinticinco). El primer capítulo termina en el momento en que Barley se dispone a conseguir dinero para viajar y hacer el trabajo de campo, con esta frase: "comencé a aprender el arte de arrastrarse para recaudar fondos". Apenas después, describe su llegada a Camerún como una orgía de funcionarios corruptos e ineficaces. Más adelante, presenta al jefe de los dowayo como alguien que no ha "tocado una azada en su vida". Ya internado en la narración, al hablar de las habilidades de los integrantes de la etnía, dice "(...) sabían menos de los animales de la estepa africana que yo. Como rastreadores, distinguían las huellas de motocicleta de las humanas, pero esa era la cima de su conocimiento (...) Gran parte de los animales de caza se habían extinguido debido al uso de trampas. En lo que se refiere a vivir "en armonía con la naturaleza" a los dowayo les quedaba mucho camino por recorrer. Con frecuencia me reprochaban el no haber traído una ametralladora de la tierra de los blancos para poder así erradicar las patéticas manadas de antílopes que todavía existen en su territorio". Los dowayo arrojan al río el pesticida que el Estado les provee (para fumigar el algodón que cultivan) con el fin de matar y recoger cómodamente los peces envenenados: "Es maravilloso. Lo echas y lo matas todo, peces pequeños y peces grandes, a lo largo de kilómetros", le dicen a Barley. Perdón, pero yo me partí de risa. Y, como una cosa lleva a la otra, me pregunté qué haría un periodista si tuviera que escribir, hoy, un artículo sobre los dowayo. Probablemente, omitiría contar lo del veneno, el río y los peces (porque se supone que personas como los dowayo nacen con El Manual del Buen Ecologista incrustado en el ADN); se abstendría de hacer cualquier comentario acerca de la haraganería del jefe de la tribu (ante el temor de que alguien pudiera entenderlo como discriminatorio), y ni se le ocurriría deslizar sospechas sobre los funcionarios cameruneses (porque sin dudas lo acusarían de racista). Como una cosa lleva a la otra, recordé algo que dijo en 2012 el periodista norteamericano Jon Lee Anderson, en una entrevista con el periódico argentino La Nación: que escribir acerca de las víctimas es difícil porque "nos generan muchas reacciones de piedad, misericordia y pena. Lo peor, creo, es que inconscientemente sentimos que son inferiores a nosotros (...) Y, tal vez para compensar esa horrible sensación, las llenamos de virtudes. Pero la verdad es que ser víctima no es ninguna virtud. (...) supongamos que debemos contar la historia de una mujer violada. Ella me da mucha pena, pero eso no la hace buena. ¿O qué ocurriría si esa mujer violada es una persona moralmente compleja y cuestionable? ¿Entonces ya deja de ser una víctima, sólo porque no puedo mostrarla como alguien virtuoso?". Y, como una cosa lleva a la otra, recordé una columna publicada en febrero de 2013 en El País Semanal, del escritor Javier Marías: "Un atento lector, en carta publicada aquí hace dos semanas, confesaba haberse llevado "una sorpresa desagradable" por mi utilización en un artículo del término "discapacitados", y me sugería que lo "retire" de mi vocabulario. Le agradezco el consejo, y que me proponga en su lugar "personas con discapacidad" o "funcionalmente diversas". Pues no, lo lamento (...) lo que molesta en general no son las palabras, sino lo denominado por ellas. (...) Y, lo siento mucho, pero en español quien no ve nada es un ciego, y quien no oye nada es un sordo. Lo triste o malo no son los vocablos, sino el hecho de que alguien carezca de visión o de oído". No hay, para un periodista, ponzoña peor que el barro fofo donde chapotean el eufemismo y la corrección política y, sin embargo, ese barro abunda. Todos los días se leen toneladas de artículos que ni miran a las cosas a los ojos ni las llaman por su nombre; que no producen incomodidad, duda, inquietud, preguntas, nada. Pienso, finalmente, en Fogwill. Escritor, argentino. Murió en 2010. Alfaguara acaba de publicar un libro suyo, póstumo, que lleva el título menos fogwilliano del mundo (pero es su culpa: se lo puso él): La gran ventana de los sueños. Fogwill. Un alma sin molde, una rabia viva. En 1983 escribió un artículo llamado El aborto es cosa de hombres: "El embrión y el feto humano es eso: protoplasma humano. Como los bebés y los abuelitos, carecen de medios para autoabastecerse. Como los paralíticos, no pueden moverse. Como los inmigrantes clandestinos de Bolivia y de Chile, carecen de identidad para las leyes nacionales. Pero son humanos". No puedo leer eso sin sentirme arrasada de indignación divina, profundamente incómoda: conmigo, con Fogwill, con cosas en las que creo. Hace algunas semanas, su hijo mayor me dijo que una vez se encontraron con un amigo al que se le acababa de morir el padre y Fogwill lo saludó así: "Uy, el huerfanito". Decir que Fogwill era políticamente incorrecto es insultarlo. Es como decir, de un asesino serial, que tiene un problema de conducta. No pensaba al sesgo ni en diagonal ni en contra. Pensaba en picado. Sin opción a eyectarse antes de chocar. Extraño a Fogwill. Extraño su profunda indecencia. Los demás, todos los demás, nos hemos vuelto tan decentes que damos asco.