¿Cuál es la racionalidad que subyace en el despido de Golborne y la ascensión de Longueira?
Se dirá que salta a la vista. La trayectoria de Golborne -el caso Cencosud y sus inversiones en Islas Vírgenes- habrían hecho simplemente inviable su candidatura. Además su desempeño en las encuestas estaría por debajo de lo esperado. En suma, mal pasado y peor futuro. ¿Cómo podría seguir siendo candidato?
Pero esa explicación es pueril.
Y es que los dedos se hacen escasos para enumerar a conspicuos miembros de la UDI que tienen trayectorias peores que las de Golborne. ¿O acaso haber formado parte de una dictadura que violó flagrantemente los derechos humanos sin nunca haber pedido siquiera disculpas por ello no es peor que haber abusado de los consumidores? Tampoco es plausible la hipótesis que se dejó de lado a Golborne cuando fue obvio que perdería ¿Acaso alguien piensa que Longueira, el sustituto -uno de los políticos que causa más alergia en el electorado- podrá ganar?
No hay caso. La explicación está por otro lado. Y para encontrarla hay que dar un rodeo.
Una de las virtudes del político (del político arquetípico, no del ideal; del que es, no del que debe ser) consiste en su capacidad de detectar a tiempo las corrientes subyacentes de la sociedad, esas opiniones inexpresas, esa corriente del subsuelo que poco a poco va configurando la sociedad hasta que logra manifestarse del todo. La principal virtud del político consiste en saber intuir o detectar esa corriente, saber para dónde va la vida subterránea. Un gran político (en el sentido arquetípico de la expresión) fue Arturo Alessandri: detectó, antes que nadie, los desafíos de la sociedad de masas (otra cosa es qué hizo con ellos).
Pues bien. Alguien en la UDI se dio cuenta cuáles son las corrientes subyacentes en la sociedad chilena. Advirtió que la hegemonía está trizada y que el campo de la política es hoy una arena en la que no se disputan los cargos del Estado, sino algo más grande. Nada menos que la índole de la modernización chilena: si acaso seguirá siendo estrictamente contributiva (donde cada uno recibe tanto como previamente da) o universalista (donde la condición de miembro de la comunidad es título suficiente para ser acreedor de ciertos bienes); si la corrección de la desigualdad seguirá entregada a la mejora incremental del capital humano (mediante la educación) o se acelerará (acentuando la redistribución); si, en fin, las políticas públicas seguirán garantizadas con quórums contramayoritarios o si, en cambio, estarán entregadas a la deliberación de la mayoría (mediante una reforma constitucional).
En suma, alguien en la UDI actuó como un político de veras: se dio cuenta de que su proyecto histórico está en riesgo.
La sustitución de Golborne (cuyas lágrimas agregaron inútil patetismo a su despido) tiene por objeto contener ese peligro. No ganar el Estado, sino lograr que, aunque se pierda, las cosas no cambien. La nominación de Longueira se explica por los deseos de cambio que alienta hoy la sociedad chilena y su presencia, por supuesto, no tiene por objeto empujar esos cambios, sino contenerlos.
En otras palabras, la ascensión de Longueira sólo se explica por la necesidad de construir una minoría suficientemente consistente que pueda salvar, con su posición y su voto, el proyecto de modernización que la UDI contribuyó a elaborar y que todos estos años ha sostenido.
¿Estará consciente de eso Pablo Longueira? ¿Sabrá él que cuando se lo empujó a la escena presidencial no se hizo con el ánimo, o siquiera la ilusión, que construya o lidere un proyecto, sino con el propósito más simple de evitar que se desmorone?
Es probable que no lo sepa y que así como alguna vez confesó alucinaciones (en cualquier caso, de las que Karl Jaspers llamaría catatímicas) hoy día sueñe de buena fe que está allí para construir un nuevo Chile. De ser así, Pablo Longueira se parecería a Golborne.
Y confirmaría el viejo aserto de que en la arena feroz de la política, casi siempre los protagonistas tienen una imagen distorsionada de su propio papel: no saben que suelen ser sombras de otros.