"Me tocó llevar adelante las instrucciones del directorio", declaró Laurence Golborne cuando se le pidieron explicaciones por el caso Cencosud.
¿Qué había ocurrido?
Muy simple. Hace algunos años Cencosud subió unilateralmente las comisiones que cobraba por sus tarjetas. Como cada cliente sufría una pequeña lesión y sólo algunos reclamaban, la operación parecía sencilla. Pequeños aumentos a cada uno de los miles de clientes sumaban una ganancia gigantesca -US$ 40 millones a la luz del fallo- y el riesgo parecía bajo.
Ocurrió, sin embargo, que algunos de ellos reclamaron, el Sernac hizo suyo el caso, y la Corte Suprema acaba de condenar a Cencosud por abusar de los consumidores.
El asunto sería uno más de los miles que ven los tribunales si no fuera porque quien dirigió la operación que la Corte Suprema acaba de calificar de abuso fue Laurence Golborne, hoy día precandidato presidencial de la UDI.
Si Golborne no hubiera dejado de ser lo que siempre fue -un eficiente y afortunado empleado del retail -, no habría motivo para el escándalo. Golborne podría decir que siendo entonces gerente de una gran empresa -un organismo cuyo combustible es el afán de ganancia-, él no podía sino hacer lo que un buen gerente haría: aprovechar las oportunidades hasta sus últimos intersticios, sacar cuentas y tomar riesgos. El problema es que hoy día Laurence Golborne es precandidato presidencial. El problema de credibilidad salta a la vista: ¿por qué si hasta ayer era capaz de comportarse desaprensivamente con los intereses de la gente, hasta el extremo de abusar sin problemas de ella, debiera creérsele ahora que promete promoverlos?
El asunto es más impresentable todavía si el precandidato a la hora de dar explicaciones lo empeora todo.
Decir, como lo acaba de hacer Golborne, que él no hizo más que ejecutar las instrucciones del directorio es la peor de todas las explicaciones. ¿Desde cuándo obedecer órdenes libera de toda responsabilidad? ¿Qué tipo de Presidente sería este que enseñara a sus subordinados que la altura del deber es simplemente cumplir las instrucciones que se reciben sin discernir si su contenido es bueno o malo, razonable o irrazonable? Si Golborne, que era un próspero ejecutivo, no se sintió capaz de cuestionar las órdenes que recibía, ¿por qué hay gente más modesta, con menos recursos, que sin embargo no cumple instrucciones ilícitas o discutibles?
El abuso que practicó Golborne y las explicaciones que ha intentado dar no son sólo graves por las consecuencias que tuvieron para el medio millón de personas que acabaron timadas. Son más graves todavía por lo que revelan acerca de la íntima personalidad de Laurence Golborne y la manera en que él concibe los deberes que en la vida le corresponden. Lo que él ha dicho equivale a escudarse en la obediencia como la justificación final de los propios actos. Su frase explicativa -la empresa tomó una decisión que él simplemente habría ejecutado- recuerda dos incidentes, uno real y el otro ficto, que poseen el mismo talante moral.
Uno es el caso Eichman (infinitamente más grave que el caso Cencosud, por supuesto, pero indicativo del mismo razonamiento). En este caso, Eichman preguntado por su responsabilidad en los campos de la muerte, respondió que él no tenía ninguna, puesto que él no era más que un funcionario que había cumplido escrupulosa y fielmente con un deber.
El otro es Las Uvas de la Ira, de J. Steinbeck, en que un puñado de personas son lanzadas a la cesantía y a la miseria. Nadie, se argumenta en la trama, hizo eso. Es la empresa la que lo decidió: todos los partícipes no son más que ejecutores de esa voluntad fantasmal, pero irrefutable, del directorio.
En el mundo de Eichman y en el de Steinbeck -y de aquí en adelante habrá que agregar que en el mundo de Golborne- la responsabilidad no existe, porque no hay sujetos, sino simples funcionarios, gerentes, en su caso, que ejecutan una voluntad, de la empresa, del Estado o del directorio, que no le pertenece finalmente a nadie.