Cualquiera sea la perspectiva que se elija -histórica, política, social, psicológica, eclesial, incluso teológica-, esta película es una de las más ambiguas y enigmáticas que se haya filmado en Chile. La base es el caso de Miguel Ángel Poblete, un adolescente que congregó un culto a la Virgen de la Inmaculada Concepción en la localidad de Peñablanca, desde mediados de 1983 hasta 1988.
La película comprime su proceso entre agosto y diciembre de 1983, uno de los períodos de mayor violencia callejera durante el régimen de Pinochet, a los que convierte en una especie de síntesis del estado de "hoyo" (según dice un sacerdote) en que vivía el país. El fenómeno de Peñablanca sería una pústula de ese momento histórico. Pero en este relato no es solo eso, ni siquiera lo principal.
El aspecto más polémico del hecho histórico es justamente lo único que la película da por cierto: que fue manipulado por el régimen. Se compra en esto las versiones que años después difundirían altos funcionarios de la época como prueba de su talento. No se divisan los alcances y los propósitos de tal intervención, excepto por un obispo que bobamente dice que Miguel Ángel querría convencer a los chilenos de que Dios favorecía a Pinochet.
El punto de vista narrativo es el del padre Sergio Ruiz-Tagle (Patricio Contreras), el investigador canónico que llega a Peñablanca para saber qué ocurre allí. Este padre escéptico es el que descubre la presencia de agentes de gobierno en el entorno de Miguel Ángel (Sebastián Ayala), aunque esos hallazgos políticos chocan contra la soledad infantil del "vidente", el fervor popular y la convicción del párroco local, Lucero (Aníbal Reyna).
Entonces el relato se abre hacia otro espacio, más privado pero con intención más racionalista. Es la explicación psicológica de los primeros años de Miguel Ángel, la ausencia de madre, la condición de huacho, la crianza entre monjas; en fin, todo lo que podría hacer de un sujeto un performador instintivo. Esa dimensión se agudiza cuando el adolescente decide llamarse Michelangelo, asumir su condición homosexual y separarse del control del conflictuado párroco Lucero.
Hay un punto en que esta cinta deja de lado todos estos aspectos y se enfrenta al problema teológico final: ¿es Miguel Ángel un mero simulador o un sujeto verdaderamente iluminado, incluso milagroso? Entonces, como si hubiese estado conteniendo esta tensión en todo su metraje, la película deja entrar un torrente de ambigüedad.
La pasión de Michelangelo debe muchas de sus virtudes a un guión sólido, muy bien estructurado y con un notable sentido de la progresión. Su visualidad recoge la de los 80, sus actores están a gran nivel (y Catalina Saavedra, fuera de serie) y el montaje tiene muy buenos momentos, como cuando Miguel Ángel promete redención mientras los agentes capturan a los niños de la calle que lo han amenazado. La estética televisiva (¡cuánto abuso del zoom!) es quizás su principal debilidad.
Pero por sobre todo, es una película extraña, cuya apuesta deliberada por la ambigüedad la convierte en un objeto tan inusual como interesante dentro del cine chileno.
La pasión de Michelangelo. Dirección: Esteban Larraín. Con: Patricio Contreras, Sebastián Ayala, Roberto Farías, Aníbal Reyna, Catalina Saavedra. 100 minutos.