La acusación constitucional contra el ex ministro Beyer marca "un antes y un después". En estos días se lo ha dicho hasta la saciedad. Se piensa en el quiebre de las relaciones Gobierno-oposición, y quizás sea cierto, pero en realidad el quiebre va muchísimo más lejos.
Cuando los estudiantes salieron a las calles en 2011, y enarbolaron como consigna el "fin al lucro", pareció ridículo. "Es absurdo -se decía-, cuando el afán de lucro es lo que mueve a toda la gente y a todas las cosas, incluyendo la provisión de un bien de consumo como la educación". Hasta entonces toda la clase dirigente, sin excepción, lo habíamos tolerado sin escandalizarnos, aun cuando estaba prohibido para el caso de las universidades privadas: mirar para el lado -pensábamos- era el precio para alcanzar una masificación de la educación superior, la cual efectivamente se había obtenido y era fuente de orgullo. Por eso mismo, no resultó chocante para nadie cuando el nuevo gobierno instalado en 2010 eligió como ministros a figuras que eran o habían sido socios de universidades privadas que -por lo que se sospecha- no hacían ni hacen asco, ni conceptual ni prácticamente, a la idea de obtener de su inversión ganancias que fueran a abultar su patrimonio. Entre ellos estaba el propio ministro de Educación, quien seguramente fue elegido para el cargo por su experiencia como empresario de la educación. ¡Quién se iba a imaginar que, dos años después, este mismo gobierno estaría, ya no justificando o tolerando el lucro, sino alegando por no tener las suficientes atribuciones para combatirlo! Creo que si los estudiantes aún buscan evidencias de su triunfo, no encontrarán otra más resonante.
Para explicar el segundo quiebre me voy a permitir un rodeo. Hace 15 años, cuando me incorporé al mundo de la empresa, predominaba la visión friedmaniana según la cual esta cumple con su deber produciendo riqueza, creando empleo y respetando las leyes: ir más allá -se advertía- estaba fuera de sus facultades. Con el tiempo ese enfoque fue cambiando. Hoy es ampliamente aceptado que sus obligaciones son mucho más amplias, aunque así no esté estipulado ni en la ortodoxia económica ni en las leyes. Si un proyecto fracasa por la oposición de una comunidad, por ejemplo, ya ningún ejecutivo se defenderá -como antes- escudándose en que se limitó a "cumplir la ley", o en que carecía de atribuciones para acercarse a los vecinos. El proceso no ha estado exento de traumas, pero el mismo ha desembocado en una empresa "post-friedmaniana" -como reza el título de un libro reciente-. Pues bien, el caso Beyer muestra que en Chile el Gobierno está hoy ante el mismo quiebre que la empresa ya experimentó.
"Yo quería actuar contra el lucro, pero no podía, pues carecía de atribuciones". Esta fue, en síntesis, la defensa jurídica del ministro Beyer; y no funcionó. Era obvio: ¿tenía atribuciones el Presidente Piñera para detener Barrancones? ¿O el Presidente Lagos para crear un consorcio público-privado que levantara una planta de GNL para hacer frente a la crisis del gas argentino? ¿O el ministro Longueira para exigir a los grandes supermercados que paguen a sus proveedores a 30 días? No, pero lo hicieron. Y funcionó.
Cabe recordar que cinco años atrás la ministra Provoste también arguyó no tener facultades para controlar el mal uso de las subvenciones escolares, y cayó. Ahora lo hizo Beyer, tras emplear el mismo argumento ante el lucro. Lo que indica que, en los tiempos que corren, esa explicación ha caído en desuso, tanto en el campo de la empresa como del Gobierno. Un antes y un después.