¿Cuáles son el significado y las consecuencias de la caída de Harald Beyer?
Para responder esa pregunta conviene eludir la perspectiva jurídica en la que tanto se ha insistido en estos días. La vida política no es solo jurídica, sino, a la par y aun antes, social e intelectual.
Por eso, para comprender el caso Beyer hay que detenerse en el fenómeno de la dominación cultural.
Todas las sociedades descansan sobre un puñado de convicciones y de creencias que orientan su quehacer y fijan lo que se estima posible y correcto. Esas convicciones y esas creencias no caen del cielo ni aparecen por azar. Son el fruto del trabajo lento y paciente de un puñado de personas -los intelectuales- que poco a poco logran dominar el discurso público, la forma de plantear los problemas y de diseñar las soluciones. Cuando eso ocurre, las sociedades cuentan con un criterio que les permite determinar, casi espontáneamente, qué es correcto y qué no, qué cosa es absurda y cuál sensata, qué es posible y qué, en cambio, debe ser rechazado por imposible.
La literatura llama a eso hegemonía.
Hasta hace poco en Chile había un punto de vista hegemónico e incontrarrestable: el de la economía neoclásica. Para ese punto de vista, casi todos los fenómenos sociales podían ser reducidos a fenómenos de mercado, a tomas de decisiones en base a algún sistema de incentivos o de precios. Hubo en Chile un amplio despliegue de esfuerzos -y de recursos- por construir una hegemonía en torno a ese punto de vista. El éxito alcanzado fue tal que llegó a naturalizarse, a aparecer como una simple descripción de la índole misma de la realidad. Junto con él se gestó una élite intelectual -una cultura de expertos- a los que se recurría cada vez que era necesario ajustar la funcionalidad de las estructuras sociales.
Fue el Chile de las dos últimas décadas.
Duró hasta que las expectativas de la generación más escolarizada que Chile ha tenido en su historia logró trizar esa hegemonía. ¿Cómo pudo ocurrir que un proceso social tan asentado y hasta cierto punto exitoso de pronto se resquebrajara? La respuesta es obvia: la vida social no está hecha solo de repeticiones y de regularidades más o menos estandarizadas, sino también de acontecimientos, de eventos que irrumpen y alteran lo que parece una inconmovible cadena de causalidad. Si esos eventos no existieran, la vida social tendría un guión que se repite una y otra vez sin alterarse nunca. Pero, ya se sabe, la historia es imprevista.
Y el resultado está a la vista.
Una vez trizada la hegemonía, los conceptos dominantes muestran su debilidad y su contingencia y ya no logran disciplinar la vida social o la cultura de las élites. Es lo que, al modo de una puntada final, acaba de ocurrir esta semana en el caso Beyer. La Concertación, que hasta hace poco se subordinaba a esa cultura de expertos sin chistar, y casi sin reclamo alguno, tomó distancia de ella censurando (no existe otra palabra mejor política y analíticamente hablando para describir el fenómeno) a uno de los mejores exponentes de aquello ante lo que, apenas ayer, se inclinaba.
La única pregunta que cabe ahora formular es, entonces, la que sigue: ¿existe algún punto de vista alternativo que pueda sustituir al que hasta hace poco era dominante?
La respuesta, hasta ahora, es no.
Lo que sirve para trizar la hegemonía -las quejas morales, las expectativas, las marchas, el entusiasmo juvenil, el fervor de la calle- no basta para reemplazarla. Y ese es hoy el problema de la izquierda. Que cuenta con altas expectativas, pero carece de cualquier proyecto ideológico a la altura. Una vez trizada la hegemonía que sometió a su cultura, a sus intelectuales y a sus técnicos durante casi veinte años, la izquierda tiene hoy ante sí un problema intelectual de proporciones: ¿qué hacer para estar a la altura de las expectativas que ella misma hoy día alimenta?
Como para sugerirle que ponga al revés la undécima tesis sobre Feuerbach: ¿no será que ha actuado de más y ha pensado de menos?