Por un cerro de Peñablanca y a mediados de 1983, una pequeña multitud escucha con asombro y credulidad, los mensajes de Miguel Ángel (Sebastián Ayala), apoyado y ayudado por el padre Lucero (Aníbal Reyna).
El religioso ya piensa en Fátima y en un milagro para Chile, y esa es la gran historia; pero en la pequeña hay otro dato y es personal: es una oportunidad para redimirse, porque el cura viejo necesita limpiar deseos y pecados.
Es agosto de 1983, cuando el país se remecía entre las jornadas de protesta y la represión de la dictadura, y en medio de ese tránsito histórico, en los calurosos cerros de Peñablanca, entre matorrales y espinos, surgió un fenómeno de masas y de religiosidad popular, donde Miguel Ángel entraba en trance y decía comunicarse con la Virgen, mientras los feligreses veían imágenes divinas entre las nubes y el cielo.
Hay otro sacerdote distinto en la historia, se llama Ruiz-Tagle (Patricio Contreras) y es un hombre más preparado que viaja de Santiago por mandato de la jerarquía, para comprobar en terreno la veracidad o falsedad de los hechos. Este religioso también carga en silencio su tragedia: la pérdida de la fe.
La película esboza dos líneas argumentales, para dar a conocer la época y el contexto: un fenómeno de religiosidad popular latinoamericana, en un país sin libertades; y una maniobra comunicacional digitalizada por el régimen militar, con el afán de manipular a Miguel Ángel y sus profecías.
Lo hace con trazos gruesos y poco convincentes, porque no hay una indagación profunda en los engranajes e intimidad del fenómeno colectivo.
No se mete al laberinto político y policial del poder, y apenas asoma la fe ciega y de masas, con su mixtura de fe, paganismo e incultura.
La película parece darse por satisfecha con el solo ejercicio de filmar un centenar de extras o bien con seguir a un solo personaje: el civil siniestro y poderoso, interpretado por Alejandro Sieveking.
"La pasión de Michelangelo" es mucho más convincente en los retratos íntimos, cuando Miguel Ángel revela alguno de sus rostros y se transforma en un pozo de inocencia o perversión, porque el joven es capaz de darle a cada uno lo suyo: esperanza y sustento a un matrimonio sin hijos o bien certezas y pecados a los religiosos.
Lo mejor de la película está en el protagonista, porque el actor Sebastián Ayala logra controlar y entender al personaje, lo que no era nada de fácil.
Miguel Ángel es un vidente repleto de ambigüedad, desvergüenza y tontería.
Es un ser humano precario, quebradizo e inquietante, quizás como el país de 1983.
Es un joven que no tiene un solo relato, sino varios y quizás todos son posibles: invento y mentiras, ignorancia e inocencia, lujuria y herejía o nada más que un pobre huérfano que huye de su destino.
Chile-Francia, 2013. Director: Esteban Larraín. Con: Sebastián Ayala, Patricio Contreras, Aníbal Reyna. 99 minutos.