¿Qué explica el descontento estudiantil, las quejas de esta nueva generación que salió, por enésima vez, a la calle?
Indagar en esos reclamos, para descubrir los motivos que le subyacen, puede ayudar a hacerlos más complejos, a evitar la estilización que los reduce a simples consignas y, sobre todo, la sensiblería de algunos viejos que se apresuran simplemente a aplaudirlos.
Desde luego hay aquí una cuestión generacional. Cada generación, sugirió Ortega y Gasset, mira la historia y se mira a sí misma desde un piso, más alto o más bajo, que la anterior. En la escalera de la historia, las generaciones están en escalones distintos. Por eso la más joven juzga a la más vieja no sólo por lo que hizo, sino también por lo que no fue capaz de hacer. Lacan agrega otro dato: los seres humanos ven la historia presos de una ilusión retrospectiva, juzgan el ayer desde lo que son hoy y por eso casi nunca son capaces de comprenderlo.
Así, no es raro que la generación más educada y llena de expectativas que todas las anteriores que en Chile han existido, se muestre hoy descontenta. La vida es un progreso de deseo en deseo, no de disfrute en disfrute. Y está bien que así ocurra. La insatisfacción es el motor de la historia y la meseta de la conformidad lo que la contiene.
Se suma a lo anterior lo que Bourdieu llama efecto de histéresis: los sectores sociales históricamente excluidos experimentan una gran frustración cuando acceden a los bienes que antes les fueron negados. Y es que esos bienes hoy día ya no son los mismos. Ahora que se han masificado dejaron de ser los sucedáneos de títulos de nobleza que eran cuando los excluidos los miraban a lo lejos. Es la paradoja de estos días: hay mayor acceso, pero esa es también la causa del creciente enojo.
Pero esos motivos -por llamarlos de algún modo, generacionales- no son los únicos. Hay todavía otros de más largo alcance.
Los últimos años, Chile han estado conducido por una élite -un puñado de expertos- que hegemonizó la esfera pública y presumió de tener línea directa con la realidad en cuestiones como la educación o la salud. La percepción es que esa élite desplazó a los ciudadanos y les impidió autogobernarse. Hoy los ciudadanos -y de paso quienes tienen conciencia de élite pero se sienten desplazados- quieren tomarse revancha.
Pero el combustible principal de los jóvenes es el anhelo, cada vez más extendido en la esfera pública y en la cultura, que cada vida humana dependa ante todo de sí misma, y que la medida del bienestar que cada uno alcance sea fruto del esfuerzo personal en vez de ser la simple sombra de la cuna. Una sociedad donde sea el esfuerzo y no la herencia -lo adquirido mediante el talento y no lo adscrito por la historia- aquello que decida el destino de cada uno. Lo llamativo de este ideal, que los jóvenes han enarbolado una y otra vez, es que se trata del mismo que subyace a la modernización capitalista. ¡La novedad consiste en que los jóvenes se lo toman en serio!
El capitalismo se legitima a sí mismo, en efecto, mediante la ideología meritocrática, con la idea que, donde él existe, cualquiera puede prosperar y ascender a la medida de su esfuerzo. ¿No es exactamente eso lo que piden los jóvenes cuando ponen a la educación en el centro de todas sus demandas? No cabe duda: los jóvenes son hoy día los únicos sujetos que se toman en serio la ideología que acompaña al capitalismo. Y como lo muestran los acontecimientos de estos días, no hay nada más subversivo que tomarse en serio una ideología. ¿Se imagina lo que ocurriría si la gente que va a misa se tomara en serio las palabras del Evangelio de amar al prójimo como a sí mismo? Pues bien. Los jóvenes se han tomado en serio el capitalismo y le exigen -ahí radica lo intranquilizador de su actitud- que se ponga a la altura de los ideales que él proclama para legitimarse.
No hay caso.
No hay nada más subversivo en una sociedad que la gente decida tomarse en serio la fantasía que la sostiene.