Uno de los rasgos más notorios de la actual situación política (en la izquierda y en la derecha) es la tendencia repetir, sin más, lo que la gente en las calles, en los movimientos sociales, en las redes, dice anhelar.
Un buen ejemplo (bueno por lo significativo y lo electoralmente exitoso) es la candidatura de Bachelet. En vez de ofrecer ideas, ella prefiere inducirlas a partir de amplios diálogos directos con la gente. Pero no es el único caso. Golborne (siguiendo una tradición que inauguró Lavín, la de satisfacer las necesidades de la gente) también presume de lo mismo, de oír a las personas de a pie e intentar satisfacer sus anhelos. Esta orientación se ha acentuado luego de las movilizaciones sociales. Se trata de una actitud que parece, en principio, correcta. La democracia tendría por objeto satisfacer los intereses y las demandas de la gente. Entonces, ¿por qué razón podría ser malo poner oídos a lo que quieren y esmerarse luego en realizar su voluntad?
Hay una razón.
Desde luego, la calle (ese espacio habitado por un individuo impersonal que es todos y es nadie) tiende a reducir las complejas causas de los fenómenos sociales, a simplificar en demasía los problemas, a estilizarlos hasta casi la irrealidad. Los ejemplos sobran. Las causas del desempleo pueden ser reducidas a la presencia de inmigrantes (es lo que ocurre en algunas partes de Europa); el atraso económico de décadas, deberse a la falta de mar (como arguye Bolivia cuando se ve necesitada de ajizar los ánimos); los problemas financieros o económicos a la corrupción (y no a los defectos propios del capitalismo como sistema), etcétera.
Es propio de la calle ontologizar, por decirlo así, los problemas sociales achacándolos a un único fenómeno que, una vez aniquilado (una vez que acaben los inmigrantes, se obtenga mar o se castigue a los corruptos), resolvería, casi por arte de magia, los problemas.
En suma, para la calle (esa multitud transeúnte que es todos y es ninguno) el problema no es la estructura, sino algo que acaba corrompiéndola, corroyéndola desde dentro. Una vez que ese algo se identifica, todos los problemas son referidos a él, como si él fuera la causa única que amarga la vida colectiva.
Algo de eso está ocurriendo en Chile.
Primero, la totalidad de los problemas de la vida social fueron reducidos a uno solo (que sustituyó a las clases, a la dominación y al capital): la educación. Luego, siguió una segunda simplificación. No era la educación, era el lucro. Siguió una tercera: tampoco es el lucro, ahora es que, simplemente, un ministro no quiso controlarlo.
Es la ley de la calle: la simplificación a ultranza.
¿Significa lo anterior entonces que, en vez de la calle, hay que confiar en las élites técnicas, en esas minorías expertas, para identificar los problemas sociales?
Tampoco.
Las élites técnicas -cuando se les da la palabra más de la cuenta- también acaban naturalizando el orden social y presentándolo como el resultado de leyes o designios que solo ellas, leyendo papers , citando autores y escudriñando estadísticas, podrían inteligir. Fue el gran error de estos años. Dejar que poco a poco la cultura de expertos -hegemonizada por la economía neoclásica- acabara suplantando la voluntad democrática de los ciudadanos.
¿Qué hacer, entonces?
No hay más que una alternativa: mejorar la política.
Es necesario construir una cultura deliberativa, un ámbito público en el que los ciudadanos puedan confrontar sus intereses y puntos de vista a fin de que, luego de esa deliberación, puedan decidir adónde dirigirse. Sin esa cultura deliberativa -donde los intereses y las emociones pasen por el tamiz del diálogo-, la vida colectiva estará obligada a escoger entre la ley de la calle o la cultura de los expertos, entre lo que quiere la multitud y lo que decretan las élites.
Estará condenada, en suma, a escoger entre dos simplificaciones.