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Editorial
Viernes 05 de abril de 2013
Acusación aprobada, una amarga paradoja
La ciudadanía advertirá la inconsecuencia de esa actitud, así como la de tantos diputados ahora acusadores, que no mostraron igual celo durante los gobiernos anteriores, pero ahora lo centran en uno de los ministros más preparados en su campo...
La acusación constitucional es un instrumento que debería usarse con extrema seriedad y responsabilidad. Ella no implica solo una suerte de testimonio político, sino que asimismo apunta a la médula del funcionamiento del sistema institucional, y de allí las graves causales y severas sanciones que la Carta contempla -de las más duras que puede imponer una democracia-. De allí que sea una muy mala señal el que una acusación como la que afecta al ministro de Educación, Harald Beyer, surja cuando no se observan concordancia ni convicción moral en cuanto a su procedencia entre los propios sectores que la propician. Y, peor aún, que haya cobrado fuerza en ellos, como lo ha hecho, una idea que en sus propios círculos ha sido estimada mala incluso políticamente, y que se hayan sumado a aprobar esta acusación incluso personas que previamente habían expresado su desacuerdo sobre el fundamento no solo político, sino también moral de esta iniciativa.
Probablemente, el grueso de la ciudadanía advertirá la inconsecuencia de esa actitud, así como la de tantos diputados ahora acusadores, que no mostraron igual celo durante los gobiernos anteriores, pero ahora lo centran en uno de los ministros más preparados en su campo que haya tenido la cartera de Educación en largos años y al que, paradójicamente, se acusó de "no fiscalizar abusos", precisamente aquello en que se distinguió de modo rotundo de muchos de sus predecesores. Que Beyer lo sea por esta razón es una notoria irregularidad histórica, que en nada aporta al prestigio de la Cámara Baja. Que el voto que inclinó la balanza en favor de la acusación haya sido el de un diputado que hasta el último instante anterior había manifestado que "aún estaba indeciso" resulta decidor de la insustancialidad de los cargos contra el ministro. Y es penoso que, por circunstancias electorales, incluso figuras habitualmente sensatas no se sientan en libertad de votar en conciencia.
Sería frívolo si esta acusación, pese a su obvia debilidad y carencia de sustento, se hubiera aprobado en el subentendido de que se la rechazaría en el Senado, presuntamente más moderado y ecuánime, donde cada senador se supone que vota, como jurado, en conciencia y, por lo tanto, debiera prevalecer la evidencia de la paradoja anotada. Lamentablemente, a la vista de lo ocurrido en la Cámara, no cabe hoy esa certeza, aunque no quepa abandonar del todo la esperanza de que entre los senadores prevalezca la evidencia de cuán injusto sería castigar una supuesta irresponsabilidad personal de Beyer, cuya gestión en materia de fiscalizar irregularidades, como todo el país lo sabe, no tiene precedentes.
El Gobierno hizo un gesto simbólico al recibir al ministro acusado en el comité político que encabeza el Presidente de la República -quien, además, lo visitó más tarde en su domicilio particular-, ratificando con su actitud la unidad encomiable con que la Alianza ha actuado en todo este episodio. Pero, a ojos de la evaluación interna e internacional, este caso es un pésimo antecedente de crispación de la vida política chilena, en momentos en que similar tensión se observa en una parte del mundo sindical, también por razones ideológicas, políticas y electorales. Tales crispaciones, cuando no responden a realidades de hecho, sino a maniobras de cálculo político, son una señal de alerta para el crédito público de la democracia, y a la postre van a favorecer a quienes no creen en ella y propugnan otras fórmulas populistas, como las que abundan en nuestro continente, para desgracia de los países que las sufren.