"Chile cambió". Esta es, seguramente, la afirmación más repetida de los últimos años. Ella viene acompañada de una retahíla de indicadores: empoderamiento ciudadano, emancipación de los consumidores, protagonismo femenino, desconfianza en las instituciones, demanda por transparencia, tolerancia al conflicto, espíritu emprendedor y, así, una larga lista de factores que son fuente de optimismo para algunos y de angustia para otros. De hecho, si se presta atención a la agenda de los más exclusivos centros de eventos santiaguinos, allí donde se reúne la crema y nata de la elite corporativa, ella está copada por encuentros destinados a comprender, siguiendo este enfoque, cómo "Chile cambió".
Sería ingrato de mi parte denunciar esa afición, que, mal que mal, ha vuelto a poner en el centro de la escena a las ciencias sociales, en particular a la sociología; pero estimo que peca de superestructural y de Santiago-céntrica. Ella deja de lado lo que Marx y muchos otros llamaran "base material" o infraestructura; aquello que requiere -si se me perdona el cliché- sangre, sudor y lágrimas.
Chile efectivamente cambió y está cambiando; pero no hay que ser marxista para concordar en que la razón primordial es la transformación en curso de su base material. Produce más ingresos, más empleo, más servicios, más prosperidad material, y su población tiene más educación y menos temor a la pobreza y, por lo mismo, está más empoderada. El origen de todo esto está lejos de lo que se discute en los centros de eventos y de lo que ocurre en Santiago: está en los inversionistas, profesionales, técnicos y trabajadores de las industrias localizadas en regiones, especialmente en la minería del norte.
Los números son apabullantes. En 15 años, la producción física de cobre ha crecido más de 60%, su peso en la canasta de exportaciones subió de 36 a 56%, y la participación de Chile en la oferta mundial se ha duplicado. En el mismo lapso, su precio se ha multiplicado por cuatro, y no muestra intenciones de ceder. No es raro, entonces, que la población de Tarapacá, Antofagasta, Atacama y Coquimbo sea la que más creció entre los censos de 2002 y 2012. Chile posee las mayores reservas del mundo y cuenta con proyectos que se estima demandarán en los próximos años 280 mil nuevos trabajadores. El norte, por ende, seguirá creciendo, atrayendo población no solo del sur de Chile, sino también migrantes, en especial de Colombia. A esto hay que sumar una población flotante que se desplaza en una oferta de vuelos hacia el norte que alcanza casi dos tercios del total de vuelos nacionales.
Pues bien, ese otro Chile -aquí me he referido a la minería, pero lo dicho también es válido para la industria forestal o acuícola del sur- no está presente en esos finos salones tan bien iluminados y climatizados que reúnen a figuras tan bien vestidas, sentadas en sillones tan mullidos, escuchando a analistas que hablan tan brillantemente acerca de cómo "Chile cambió", sin haber pisado jamás una instalación minera o industrial, ni haber trabajado en regiones. Su atención está en otras partes: en el consumidor, el retail , los productos financieros, la reputación corporativa. Es ahí donde están colocadas la inteligencia y la pasión de lo más granado de nuestra elite corporativa, que como toda aristocracia, siente un incontrolable desprecio por las cuestiones de índole material.
Exagero: quizás en un coffee-break alguien hará alusión a la minería; pero lo hará por los inconvenientes que producen en el aeropuerto esos trabajadores de modales ordinarios que viajan al norte, y que hace que se retrasen los vuelos internacionales. De lo que nadie habla es de que todos vivimos de ellos.