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Editorial
Viernes 22 de marzo de 2013
Nombramientos en el T. Constitucional
De cada ministro de dicho tribunal se espera no solo que funde su calidad de tal en un sustento jurídico sólido, sino que además su imparcialidad sustancial no pueda ser rebatida con fundamento...
Durante marzo se han producido cuatro nombramientos de ministros del Tribunal Constitucional. Los más recientes fueron dos designaciones del Ejecutivo, que recayeron en Iván Aróstica, quien cumplirá un nuevo período en el cargo, y María Luisa Brahm, quien se desempeñaba como jefa de asesores de la Presidencia -grupo conocido como "el segundo piso" de La Moneda-. Los otros dos, Gonzalo García Pino, quien también cumplirá un nuevo período en el cargo, y Juan José Romero, profesor de Derecho de la UC, fueron elegidos por el Congreso Nacional.
En términos generales el sistema de designación de ministros del TC ha sido bien evaluado y se encuentra en la línea de los sistemas aplicados en otros países, en el que tienen participación los tres poderes fundamentales del Estado. Sin embargo, el reciente nombramiento de una estrecha y clave colaboradora del Presidente de la República -más allá de sus indiscutibles méritos profesionales y trayectoria- ha vuelto a reabrir el debate sobre la conveniencia de mantener la facultad del Ejecutivo para designar a tres de los 10 ministros del TC, sin que su decisión sea revisada por otro órgano estatal ni deba siquiera dar justificación de ello.
Al igual como ocurrió con el nombramiento como ministro del TC del entonces Secretario General de la Presidencia José Antonio Viera Gallo -cuya capacidad y trayectoria pública tampoco admiten discusión- por la Presidenta Bachetet, esta designación en un tribunal que está llamado a fallar en derecho plantea legítimas interrogantes sobre si quien ha sido partícipe directo y decisivo en la elaboración de los proyectos del Ejecutivo cuenta con la debida imparcialidad para pronunciarse, inmediatamente a continuación, sobre el control de constitucionalidad de las leyes y decretos en el T. Constitucional, sin que medie ningún plazo razonable entre una función y otra.
Cabe esperar que situaciones como esta no sean nunca necesarias. De cada ministro de dicho tribunal se espera no solo que funde su calidad de tal en un sustento jurídico sólido, sino que además su imparcialidad sustancial no pueda ser rebatida con fundamento.
Por otra parte, resulta lamentable que respecto de designaciones tan determinantes como estas exista un escaso y pobre debate en la opinión pública sobre la idoneidad y competencia de los candidatos, el que debiera producirse antes de su nombramiento y no después de él, como suele ocurrir. En esta materia -al igual que en las designaciones para otros cargos, como los de ministro de la Corte Suprema-, a Chile le falta mucho por avanzar en cuanto a transparentar y evaluar los méritos y la visión de la sociedad de quienes postulan a tan alta investidura.
Es una realidad que el Tribunal Constitucional, especialmente a partir de 2005, fecha en que una reforma sustancial amplió sus atribuciones, ha elaborado una reconocida jurisprudencia en el desarrollo de los principios constitucionales. Sin embargo, en ciertos fallos, se ha observado un alineamiento político preocupante, y cuando ello ha ocurrido, ha sido representado y reprochado en estas páginas. Por eso, cabe subrayar el principio de que quienes integren tan alto tribunal cuenten con una total independencia y probado conocimiento técnico proveniente del mundo del derecho público. Más allá de estos últimos nombramientos, en todos los futuros debería hacerse el máximo esfuerzo para que ningún aspecto dé pie para que pueda confundirse el carácter de órgano jurisdiccional del Tribunal Constitucional con una instancia sometida a los equilibrios políticos. Eso comprometería la calidad de nuestra democracia.