La economía chilena está en una sólida trayectoria de crecimiento que ya se extiende por varios años. El Imacec de enero sorprendió con un salto de 6,7% y el desempleo bajó a un histórico 6%. Los elevados precios internacionales de los productos básicos (por la fuerte demanda de China) han generado un boom de inversión, cuyo efecto se refuerza con las mejores expectativas en el ingreso de los hogares, por aumentos en el empleo y en los salarios.
Estos hechos nos han permitido tomar distancia de los nubarrones de la economía internacional y lograr un crecimiento que sobresale en las comparaciones dentro de América Latina o con los países de la OCDE. Si acompañamos este impulso con reformas económicas relevantes, estaremos ad portas de dar el anhelado salto al desarrollo. Pero si nos dejamos llevar por el exitismo que sólo mira el corto plazo y que está tan a flor de piel de las actuales autoridades, corremos el riesgo de postergar decisiones económicas y políticas de fondo y dejar pasar así la oportunidad para asegurar este salto.
Dilemas como el actual han existido antes en la historia de Chile y la reciente situación de Europa ofrece varios ejemplos en que el exitismo hace perder la mirada de mediano y largo plazo con que se conduce el progreso duradero. En un año electoral, donde el gobierno se juega mucho, este riesgo es aún mayor.
Sin duda, es legítimo celebrar los buenos resultados de la actividad, el empleo y la inflación. Sin embargo, es una condición ineludible reconocer los desajustes que se están acumulando, como la creciente brecha entre el gasto y el ingreso y el bajo crecimiento de la productividad. El Banco Central también ha advertido sobre otros riesgos, como el aumento en los precios de los activos inmobiliarios o la expansión del crédito privado, que son consecuencia de los desequilibrios anteriores.
La evidencia indica que el crecimiento potencial de la economía sigue en torno a un 5% y los aumentos de productividad observados están aún lejos de los que nos permitirían alcanzar el umbral del desarrollo. Es decir, el dinamismo de la actividad económica se explica más por el aumento de la demanda que por una expansión más acelerada de la capacidad productiva.
Cuando el gasto se sitúa por encima del ingreso se genera un déficit en la cuenta corriente (que ya alcanza a un 4% del PIB) y una tendencia a la baja en el tipo de cambio (que según el Banco Central está en la parte baja del rango coherente con los fundamentos de largo plazo de la economía). En estas condiciones, la estabilidad macro pierde la solidez necesaria para proyectar el actual impulso por varios años más.
La política fiscal no está jugando el rol contracíclico que los creadores del balance estructural tenían en mente para asegurar la estabilidad de la economía. La política monetaria, por su parte, ha desempeñado un rol estabilizador y llevado la tasa de interés hasta un nivel en el cual los movimientos ascendentes serían de alto riesgo por la elevada brecha con las tasas internacionales. Los mercados esperan más bien otro tipo de acciones por parte de la autoridad, como intervención cambiaria, control a los flujos de capital o encaje a los créditos bancarios. Pero la efectividad de estas medidas para asegurar la estabilidad macro es limitada.
Por su parte, el crecimiento de la productividad es un desafío ineludible en la ruta al desarrollo. Hay un conjunto de reformas relevantes, como formular una política energética más eficiente; profundizar las reformas de la educación; lograr un mejor funcionamiento del mercado de trabajo, y avanzar hacia un Estado moderno y profesional. Sin embargo, las buenas cifras de la actividad hacen que las autoridades posterguen o releguen a un segundo plano las políticas en estas áreas, reduciendo las proyecciones del crecimiento de la productividad.
El optimismo económico para 2013 es una oportunidad para restablecer un entorno macroeconómico más equilibrado y generar un nuevo estímulo al aumento de la productividad. Sin embargo, el exitismo de las autoridades lleva a confundir las causas de la bonanza y a postergar las iniciativas que permitirían extender la actual fase de crecimiento. Esto es doblemente peligroso en un período electoral, cuando la tentación de un resultado positivo inmediato nubla la capacidad para orientar los esfuerzos hacia el mediano y largo plazo.