Mario Vargas Llosa ha dicho que Ratzinger declinó porque descubrió que su figura "estorbaba" en "una época en que las ideas y las razones importan mucho menos que las imágenes y los gestos". Que un "hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio" era un "anacronismo" en tiempos que reclaman un "hombre carismático y de tribuna", como lo fue su predecesor.
Me permito discrepar. Desde el 8 de diciembre de 1965, cuando Pablo VI ofició la misa que puso fin al Concilio Vaticano II, que la Iglesia Católica no vivía un evento con la significación e impacto del ocurrido el 11 de febrero pasado, cuando Benedicto XVI renunció a su condición de sucesor de San Pedro. Bastó un solo gesto suyo, la renuncia, para que Ratzinger provocara en la catolicidad un remezón que será más perdurable que toda la espectacularidad de Wojtyla.
El gran aporte del Concilio, según el sacerdote y teólogo José Comblin, fue introducir en la Iglesia las nociones de hombre, libertad y diálogo. A partir del mismo, ella se presenta expresamente "como respuesta a las necesidades o a las aspiraciones del hombre moderno". Por primera vez se refiere a la libertad no para condenarla, sino en un sentido positivo, lo cual animó a los católicos -entre otras cosas- "a criticar ciertos documentos o ciertas decisiones de la jerarquía". Implantó también la noción de diálogo, reemplazando "las relaciones de dominación y de superioridad que eran constantes en la cristiandad" por una visión que asume que las personas son diferentes, que hay que reconocerlas como tales, y que no se puede "juzgarlas sobre la base de principios abstractos supuestamente universales" y objetivos.
En el casi medio siglo que ha pasado desde el Concilio, la Iglesia no ha sido totalmente fiel a ese legado. Entretanto, el mundo ha cambiado y abre nuevos retos. Desde esta perspectiva, ¿qué introduce el gesto de Ratzinger en el mundo católico, como para hacerlo comparable al Concilio Vaticano II? Creo que introdujo, de un modo dramático, radical y elocuente, algo que va en la misma línea del Concilio: la debilidad, la impotencia, la vacilación; eso que es lo propio de la condición humana.
En un momento del filme "La duda", de John Patrick Shanley, la hermana Aloysius admite que mintió para que el padre Flynn fuera expulsado del colegio. La empujó a ello el que en sus sermones él afirmara que la duda y la lucha por darle sentido al mundo era lo que nos hacía pertenecer a la comunidad humana, y que aunque por momentos oscureciera esa verdad que todos anhelamos encontrar, nos hace más fuertes para persistir en ese empeño. La hermana se justifica diciendo que "a veces, cuando uno da un paso para corregir un mal, se aleja un poco de Dios, pero es para servirlo a Él". La misma justificación que esgrimieron muchos dignatarios de la Iglesia para ocultar por años los abusos sexuales ocurridos en sus propias filas. Al final del filme, devastada por los efectos de su mentira, la hermana Aloysius se desploma y exclama, en un sordo grito: "Tengo dudas. ¡Tengo tremendas dudas!". ¿Cómo no asociar estas palabras con las de Benedicto XVI, cuando dijera "he llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, no se adecuan por más tiempo al ejercicio del ministerio?". Tengo dudas, no tengo fuerzas: ya ven, somos humanos.
Sobre el Concilio Vaticano II Ratzinger ha señalado que "significó un cambio para la historia de los cristianos del siglo XX". Pienso que lo mismo se puede decir de su abdicación para los cristianos del siglo XXI: por medio de un gesto propio de la experiencia humana, las actuales generaciones -incluyendo a los no católicos- jamás habían tenido a la Iglesia más cerca suyo.